viernes, 30 de noviembre de 2012

URGE VOLVER A LA IGLESIA DE LOS POBRES



A lo largo de este tiempo hemos podido asistir a una larga serie de celebraciones de los 50 años del Concilio Vaticano II. Hemos tenido celebraciones para todos los gustos y mentalidades. Cada una de ellas recogiendo y recordando aquellos temas y aspectos que más les llama la atención. Pero tenemos que constatar que estamos muy lejos de haber conseguido plasmar ese modelo de Iglesia que soñaba Juan XXIII: “una iglesia de los pobres”, una iglesia “que reserve a los pobres el primer puesto” (Card. Lercaro).

Hoy queremos traer a la memoria un acontecimiento muy importante que permitió que la Iglesia Latinoamericana viviera momentos llenos de gracias y de presencia del Espíritu; primero en la Conferencia de Medellín (1968), donde los Obispos asumieron las propuestas del Concilio y las encarnaron en la cultura y en la realidad del pueblo latinoamericano. Serían unos años en que la Iglesia volvió a las fuentes de la verdadera Tradición, la de Jesús y las Primeras Comunidades Cristianas. Fue una época de grandes y numerosos Pastores, a lo largo y ancho de todo el  Continente; surgieron innumerables Comunidades Eclesiales de Base y de Ministerios que como la levadura de la Parábola, penetraron hasta los últimos rincones, llevando las semillas del Reino. Una época llena de vida y confirmada por la sangre de innumerables mártires en todo el Continente.

Lamentablemente se desató una gran lucha.  El dragón no podía permitir que ese pequeño niño naciera y le declaró la guerra. El dragón se alió con otras fuerzas dentro y desde entonces “el dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos”.  (Ver Apocalipsis 12,1-7). La persecución a las Comunidades, el desconocimiento de los Ministerios; el cambio de los Pastores, por otros más ‘fieles’ a los que detentan el poder... son las señales de esta guerra que estamos viviendo. “Pero, alégrense, cielos y los que habitan en ellos. Pero ¡ay de la tierra y del mar!, porque el Diablo ha bajado donde ustedes y grande es su furor, al saber que le queda poco tiempo”. (Ap. 12,12).

Ese gran acontecimiento a que aludimos, es el PACTO DE LAS CATACUMBAS, del  cual  recordamos en estos días los 47 años. El 16 de noviembre de 1965, pocos días antes de la clausura del Concilio, cerca de 40 padres conciliares celebraron una eucaristía en las catacumbas de santa Domitila. Pidieron “ser fieles al espíritu de Jesús”, y al terminar la celebración firmaron lo que llamaron “el pacto de las catacumbas”.

El “pacto” es un desafío a los “hermanos en el episcopado” a llevar una “vida de pobreza” y a ser una Iglesia “servidora y pobre” como lo quería Juan XXIII. Los signatarios -entre ellos muchos latinoamericanos y brasileños, a los que después se unieron otros- se comprometían a vivir en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral. El texto tendría un fuerte influjo en la teología de la liberación que despuntaría pocos años después.

 “El pacto de las catacumbas: una Iglesia servidora y pobre”
 
“Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la presunción; unidos a todos nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre todo, con la gracia y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue:

1.          Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Cfr. Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20.

2.         Renunciamos para siempre a la apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos (esos signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Cfr. Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3, 6. Ni oro ni plata.

3.        No poseeremos bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc, a nombre propio; y, si es necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales o caritativas. Cfr. Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.

4.         En cuanto sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos administradores y más pastores y apóstoles. Cfr. Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.

5.        Rechazamos que verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen con el nombre evangélico de Padre. Cfr. Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.

6.        En nuestro comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). Cfr. Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19.

7.         Igualmente evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social. Cfr. Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.

8.         Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis.

Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. Cfr. Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.

9.         Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones, procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde servicio a los organismos públicos competentes. Cfr. Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s.

10.       Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. Cfr. Hech 2, 44s; 4, 32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16.

11.        Porque la colegialidad de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio en común a las mayorías en miseria física cultural y moral -dos tercios de la humanidad- nos comprometemos:

Y  a compartir, según nuestras posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las naciones pobres;

Y  a pedir juntos, al nivel de organismos internacionales, dando siempre testimonio del evangelio, como lo hizo el papa Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria.

12.       Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio. Así,
Y  nos esforzaremos para “revisar nuestra vida” con ellos;

Y  buscaremos colaboradores para poder ser más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;

Y  procuraremos hacernos lo más humanamente posible presentes, ser acogedores;

Y  nos mostraremos abiertos a todos, sea cual fuere su religión. Cfr. Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10.

13.       Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.

Que Dios nos ayude a ser fieles”.
Y que Dios nos conceda nuevamente Pastores como ellos.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Carta a los hemanos y hermanas que conocen, aman y se sienten parte de la Iglesia Catolica



Presentamos esta carta de Mons. Paolo Mietto con fecha del 25 de noviembre 2012, en que celebramos el Día de la Iglesia Católica en el Ecuador y el Día de la No Violencia contra la Mujer. Día de especial significado para l@s cristian@s en la conciencia de nuestra pertenencia tanto a la Iglesia, como a nivel social en la lucha por erradicar toda Violencia destructora de la Vida y especialmente excluye a la mujer.

Esta carta surge por pedido de l@s misioner@s de ISAMIS a Mons. Paolo Mietto, el pasado 9 de noviembre, en la primera reunión diocesana de los primeros viernes, ante la agresiva campaña de calumnias y difamaciones vertidas en diferentes medios, especialmente en Radio Bolívar de Lago Agrio y en el Blog: sucumbiosecuadorpazyverdad.blogspot.com.

Agradecemos la sabia y valiente decisión de Mons. Paolo Mietto, que superando presiones, actúa como Pastor de nuestra Iglesia. Dios lo bendiga.

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Carta a los hemanos y hermanas
que conocen, aman y se sienten parte de la Iglesia Catolica


Queridos hermanos y hermanas:

Muchos de ustedes han vivido y sufrido en y con nuestra Iglesia de San Miguel de Sucumbíos, otros estarán informados y conocerán lo que ha ido sucediendo en ella  desde el día 30 de octubre de 2010, fecha en la que nuestro querido  Pastor  Mons. Gonzalo López Marañón salió del Vicariato Apostólico de San Miguel de Sucumbíos.  

En Mayo de 2011 se  inició un proceso de Perdón y reconciliación en el mismo, con el fin de sanar las heridas provocadas en las personas por el conflicto eclesial,  y mover a la reconciliación entre hermanos y hermanas que se vieron divididos y enfrentados violentamente.  Dicho proceso he querido  fortalecerlo desde  mi toma de posesión en marzo 2012, en la que propuse  a todos  el lema Ser Casa y Escuela de Comunión.

Después de mi llegada vine conociendo que,  a través de diversos medios de comunicación como las radios, los blogs y otros medios  radiales, televisivos, escritos y de internet, se difunden mentiras, difamaciones, insultos, amenazas… que afectan a presbíteros, misioneros y misioneras, religiosas/os,  laicos/as, e incluso hasta nuestros Obispos Mons. Gonzalo y mi persona.

Estas difamaciones, manipulan información haciendo lecturas erróneas de acontecimientos y hechos, que con frecuencia nada tienen que ver con las personas a las que se menciona,  no contribuyen para nada al proceso de Perdón y Reconciliación,  tampoco ayudan a vivir en el Vicariato Apostólico de San Miguel de Sucumbíos sintiéndonos Casa y Escuela de Comunión. El daño mayor es el que se produce a todo el Pueblo de Dios: provoca  escándalo y confusión sobre todo en aquellas personas más débiles en su fe, o bien en aquellas que carecen de posibilidades para comprender la complejidad de la situación que vive la Iglesia de San Miguel de Sucumbíos.

Por ello, movido por las  actitudes de Jesús en el Evangelio,  deseo alzar mi voz serena y humildemente, para pedirles a todas las personas de “buena voluntad” que hayan podido ser cómplices de estas difamaciones, divulgándolas, escribiéndolas, apoyándolas,  o consintiéndolas y a aquellas  que no reconocen a esta  iglesia como parte de la Iglesia Pueblo de Dios (cfr. Lumen Gentiun cap. 2),  que escuchen al Señor Jesús cuando nos dice: “… Busquen más bien el Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura” (Lc 12, 31), que abran su corazón a la verdad y cesen esta campaña denigrante e impropia de  católicos que siguen a  Jesús como  discípulos  y misioneros llamados a  anunciar su Reino.

Fraternalmente, 

Monseñor Paolo Mietto
ADMINISTRADOR APOSTOLICO DEL VICARIATO
DE SAN MIGUEL DE SUCUMBIOS

lunes, 26 de noviembre de 2012

"¡Soy Rey!" … siendo un condenado a muerte



La Iglesia es de Cristo Rey, es de los pobres
Eugenio Pizarro, 25 de noviembre de 2012

El Evangelio trae una escena paradójica. Se enfrenta el poder terrenal, con uno, que dice: "Soy Rey",  siendo un condenado a muerte, sólo, débil, pobre, despojado de todo poder, que ha pasado una noche terrible de torturas; coronado de espinas, sangrante y atado de manos, Ese Rey, es Jesús, un profeta que ha desafiado los dogmas del poder terrenal representado por Pilato. Aquí, en esta escena se enfrenta el opresor con el oprimido.

La paradoja está en que Pilato no tenía autoridad ni poder propios: "Tu no tendrías ningún poder sobre mí, si no lo hubieras recibido de lo Alto" (Juan 19, 11). Y el que propiamente era rey y autoridad era Jesús: "Tú lo has dicho: yo soy Rey".

¿Dónde descansa la autoridad de Jesús y la precariedad de la autoridad del gobernador Pilato?

En el testimonio de la Verdad. Pilato no decía la verdad, no caminaba en la verdad, ni estaba al servicio de la verdad. Y Jesús es la Verdad.

En su vida, Jesús ha enseñado y realizado la verdad: "Para esto nací, para ser testigo de la verdad".

Por eso
 su autoridad perdura más allá de su muerte. Sus discípulos se multiplicarán incesantemente. Y cuando nadie recuerde a Pilato... ni cuando nadie recuerde a ningún presidente... cuando la autoridad temporal, muchas veces imperialista, se haya acabado o desplomado, el 'reinado y la autoridad de Cristo', basados en la verdad, continuará subsistiendo: "Todo hombre que está de parte de la verdad, escucha mi voz"... y 'perdura más allá de su muerte'.

Cristo es una autoridad no a la manera de este mundo, porque sus súbditos no son tales, sino socios, discípulos, hermanos, que libremente escucharon su voz y lo siguen en la causa de la Verdad y del Evangelio del Reino. Jesús es autoridad sin gobernar, exige sin dominar ni oprimir; propaga su verdad sin conquistar ni imponer. Su reinado no crea instituciones de poder terrenal, sino que crea fraternidad.

¡Cuán importante sería crear, en esta tierra, instituciones de fraternidad, de diálogo, de comunión y participación!
Sería bueno que se acabara la práctica del dicho: "El que tiene el capital o el que firma el cheque es el que manda, el jefe, y los demás son los sometidos y súbditos".

Según el espíritu de Jesús, propiciamos instituciones fraternas en que el capital no es más importante que la persona humana ni el trabajo, cocreador con Dios. Propiciamos instituciones de hermanos, iguales en dignidad, aunque distintos, para complementarse. Y esto lo propiciamos en distintos niveles de la vida humana; propiciamos empresas de propiedad comunitaria y fraterna, que vivan una cogestión, según el pensamiento social de la Iglesia, emanado del Evangelio del amor fraterno, y teniendo presente que Dios creó todo para todos.
Queremos una sociedad de hermanos, más que de jefes y súbditos sometidos; más que de empresarios y obreros; una sociedad sin opresores y oprimidos, sin dominadores y dominados.

¿Y la Iglesia qué?

Lo dicho, lo deseamos y lo pedimos a Dios, para la Iglesia terrena. Que ella sea signo y sacramento de la autoridad y del Reinado de Cristo. Una Iglesia habitada por la verdad, y por la que Jesús dio la vida al enfrentarse a Pilato y a toda autoridad terrena que no es de la verdad. Queremos una Iglesia, sin otra ambición que anunciar el Evangelio de la fraternidad. Una Iglesia despojada de todo poder terreno. Una Iglesia Pueblo de Dios y no una Iglesia coludida o junto al poder terreno de turno o a un partido político determinado como antaño.
El proyecto de Cristo: su Reino y su Reinado, no es agotado ni superado por ningún proyecto político histórico y terreno. Acordémonos: "La Iglesia no es de Pablo ni de Apolo ni de Kefas"... La Iglesia es de Cristo Rey. Una Iglesia muy de los pobres como nos dijo Juan XXIII al inaugurar el Vaticano II. Una Iglesia pobre, pero rica en poder profético de verdad; que tiene autoridad de anunciar el amor, la fraternidad, la verdad, la justicia, la libertad, la paz, la vida, la gracia y santidad (Prefacio de hoy); que tenga una autoridad y actitud siempre abierta al diálogo, sin muros y con mucho horizonte; que sea servidora de 'todo el hombre y de todos los hombres'. Y esto que se dé en su interior y hacia afuera.

Digamos: 'Señor, hágase todo según tu Palabra'. Amén.