sábado, 25 de octubre de 2014

MENSAJE FINAL DEL SÍNODO EXTRAORDINARIO DE LA FAMILIA 2014


Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano que ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su amor.

Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades.

La misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y compleja de las familias.

Queremos presentarles las palabras de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades.

En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia.

Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana.

Entre tantos desafíos queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.

Pensamos en las dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados “en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii gaudium, 55), que humilla la dignidad de las personas.

Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de la droga o de la criminalidad.

Pensamos también en la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las guerras y de distintas opresiones.

Pensamos también en las mujeres que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jovenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar nos anestesia y […] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos de la familia para el bien común.

Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.

También está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa –como dice el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros están frente a frente, en una “ayuda adecuada”, es decir semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3).

El itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos, aunque también es el más común.

Este amor se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos. Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular para los jóvenes.

Durante este camino, que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.

Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad.

Esta misión es frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.

Hay otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Es una entrega de bienes, de compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de la vida.

La cima que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo “será todo en todos” (Col 3, 11). Por eso, en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.

Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:

Padre, regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.

Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.

Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.

Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.

Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.

jueves, 23 de octubre de 2014

Francisco: “Jesús no tiene miedo a las novedades, porque el Evangelio es la novedad de Dios en el hombre y el mundo”


Homilía del Papa en la clausura del sínodo y la beatificación de Pablo VI.

"Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21).

Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha sucedido siempre.

Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer firmemente -frente a cualquier tipo de poder- que sólo Dios es el Señor del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las sorpresas de Dios.

¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva, es decir, nos hace siempre "nuevos". Un cristiano que vive el Evangelio es "la novedad de Dios" en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta "novedad".

«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de amor y de paz. En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es un alibi: es ponerse manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida -con los pies bien puestos en la tierra- y responder, con valentía, a los incesantes retos nuevos.

Lo hemos visto en estos días durante el Sínodo extraordinario de los Obispos -"sínodo" quiere decir "caminar juntos"-. Y, de hecho, pastores y laicos de todas las partes del mundo han traído aquí a Roma la voz de sus Iglesias particulares para ayudar a las familias de hoy a seguir el camino del Evangelio, con la mirada fija en Jesús. Ha sido una gran experiencia, en la que hemos vivido la sinodalidad y la colegialidad, y hemos sentido la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido. Por el don de este Sínodo y por el espíritu constructivo con que todos han colaborado, con el Apóstol Pablo, «damos gracias a Dios por todos ustedes y los tenemos presentes en nuestras oraciones» (1 Ts 1,2). Y que el Espíritu Santo que, en estos días intensos, nos ha concedido trabajar generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad, acompañe ahora, en las Iglesias de toda la tierra, el camino de preparación del Sínodo Ordinario de los Obispos del próximo mes de octubre de 2015. Hemos sembrado y seguiremos sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor quien da el crecimiento (cf. 1 Co 3,6). En este día de la beatificación del Papa Pablo VI, me vienen a la mente las palabras con que instituyó el Sínodo de los Obispos: «Después de haber observado atentamente los signos de los tiempos, nos esforzamos por adaptar los métodos de apostolado a las múltiples necesidades de nuestro tiempo y a las nuevas condiciones de la sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica sollicitudo).

Contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido, a este apóstol incansable, ante Dios hoy no podemos más que decir una palabra tan sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y a su Iglesia.

El que fuera gran timonel del Concilio, al día siguiente de su clausura, anotaba en su diario personal: «Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva» (P. Macchi, Paolo VI nella sua parola, Brescia 2001, 120-121). En esta humildad resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con visión de futuro -y quizás en solitario- el timón de la barca de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor.

Pablo VI supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios dedicando toda su vida a la «sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo» (Homilía en el inicio del ministerio petrino, 30 junio 1963: AAS 55 [1963], 620), amando a la Iglesia y guiando a la Iglesia para que sea «al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación» (Carta enc. Ecclesiam Suam, Prólogo)."

sábado, 18 de octubre de 2014

Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Mateo 25,15-21



Domingo XIX del tiempo ordinario 

 “Ande la verdad en vuestros corazones” (Santa Teresa, C 20,4).

Llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. La oración es un espacio de verdad. La humildad es la negativa a existir fuera de Dios. Sin el deseo de andar en verdad, todo el edificio de la oración se construye en falso. Teresa de Jesús lo motiva con hondura: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en Verdad” (6M 10,7). “Y así entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad” (V 40,3). La pregunta es un camino humilde hacia la verdad, nunca debiera ser un arma para vencer y destruir al otro. Nada de trampas ni de mentiras. ¿Cómo engañar en las cosas de Dios? “Espíritu que no vaya comenzado en verdad, yo más le querría sin oración” (V 13,16). “¡Oh Señor y verdadero Dios nuestro! Quien no os conoce no os ama. ¡Oh, qué gran verdad es ésta!” (E 14,1).  
  
Maestro sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. No oramos bien cuando vemos y decimos verdades y no las seguimos de corazón, cuando las palabras no concuerdan con el pensamiento. La oración en el Espíritu “es adonde el Señor luz para entender las verdades” (F 10,13).Jesús “es la atalaya adonde se ven verdades” (V 21,5); “bienaventurada el alma que la trae el Señor a entender verdades” (V 21,1). Jesús “es muy amigo tratemos verdad con Él” (C 37,4); “bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí” (V 22,7). Señor, no permitas que nos engañemos con las palabras que te decimos. Te abrimos el corazón para que Tú nos dejes en él “imprimido el camino de la verdad” (V 1,4).

¿Es lícito pagar impuesto al César o no? Tratar de amistad con Jesús no significa que todo lo tengamos claro. Nos hacemos preguntas como cualquiera. Hay muchas realidades que nos cuestionan. La oración no es una ideología, es una búsqueda, una reflexión trabajada, un encuentro con Jesús. “¡Cuán diferente entenderemos estas ignorancias en el día adonde se entenderá la verdad de todas las cosas!” (F 20,3). “Pruébanos, tú, Señor, que sabes las verdades para que nos conozcamos” (3M 1,9).
 
Paguen al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No hay nada más grande que estar ante Dios dándole gloria. Con Dios renace la alegría. “Toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde mostrará el amor que le tiene” (7M 4,6). “Quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida” (C 12,2). Dar a Dios lo que es de Dios es desarrollar una vida espiritual que no es un añadido a nuestra personalidad sino su plenitud. “Quiere nuestro Señor que no pierda la memoria de su ser, para que siempre esté humilde, lo uno; lo otro, porque entienda más lo que debe a Su Majestad y la grandeza de la merced que recibe, y le alabe” (7M 4,2). En los momentos fuertes de crisis de humanidad, la tarea de cuidar la imagen divina nos vuelve los ojos hacia los que peor lo pasan para danzar con ellos la danza misionera de la ternura de Dios y vivir el gozo del Evangelio. “Quienes de veras aman a Dios… no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar” (C 40,3). “Que podamos decir con verdad: Engrandece y loa mi alma al Señor” (E 7,3).

                                   ¡Feliz Domingo y feliz fiesta del DOMUND! CIPE – octubre 2014

domingo, 12 de octubre de 2014

Domingo XXVIII del tiempo ordinario


Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Mateo 22,1-14

“Queda el alma tan enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se desconcierte este divino desposorio. Mas si esta alma se descuida a poner su afición en cosa que no sea Él, piérdelo todo” (5Moradas 4,4). 

Venid a la boda. Invocamos al Espíritu. Él nos empuja a “caminar a prisa para ver este Señor” (3M 2,8). “Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien” (1M 2,11). “Tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a Él” (2M 2). La invitación de Jesús a las bodas, a la fiesta de amor que el Padre ha preparado, es gratuita. “Da el Señor cuando quiere y como quiere y a quien quiere” (4M 1,2). En la oración “nos ha dejado estar cerca de Él” (4M 3,5). Ya podemos entonar el cántico nuevo: ‘Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado’. 

Los convidados no hicieron caso. ¿Por qué no nos decidimos a “amar una bondad tan buena y una misericordia tan sin tasa”? (1M 1,3). “Cuán atada me veía para no determinarme a darme del todo a Dios” (V 9,8). “¿Quién nos despertará a amar a este Señor?” (2M 11). “Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades para que nos conozcamos” (3M 1,9). ¿Cuándo te conoceremos para amarte como Tú esperas que te amemos?  

Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. “En los santos que después de serlo el Señor tornó a Sí hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mí; salvo que una cosa me desconsolaba, como he dicho, que a ellos solo una vez los había el Señor llamado y no tornaban a caer, y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba” (V 9,7). Desde la experiencia Teresa de Jesús nos anima: “No os desaniméis, si alguna vez cayereis, para dejar de procurar ir adelante” (2M 9). Porque de mil maneras Dios “hace que conozcamos su voz y que no andemos tan perdidos, sino que tornemos a nuestra morada” (4M 3,2). Dios quiere ver la sala llena, no puede dejar al mundo sin la gratuidad, ternura, misericordia que llenan su corazón. Ningún fracaso por nuestra parte le cierra las entrañas. Su amor, siempre creativo, nos convoca de nuevo. Jesús, vuélvenos a llamar.  

Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta? ¿Qué es entrar sin traje de fiesta? Entrar con una vida “tan mal gastada” (3M 1,3), sin obras de “justicia y verdad” (3M 2,10).Entrar sin un amor real, que “no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras” (3M 1,7), puesto que “no está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho” (4M 1,7). ¿Estará todo perdido? No, porque “considerando en el amor que me tenia (Dios), tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié. De mí muchas veces” (V 9,7). “Bien sabe Su Majestad que solo puedo presumir de su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que ha sido, no tengo otro remedio , sino llegarme a ella y confiar en los méritos de Su Hijo y de la Virgen, madre suya” (3M 1.3). Este forcejeo termina con una oración: “Pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé su favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido” (5M 1,2). Que así sea y “que viva Dios siempre en nosotros” (3M 1,3).

                                   ¡Feliz Domingo y feliz fiesta de Santa Teresa! CIPE – octubre 2014