lunes, 30 de marzo de 2015

Domingo de Ramos



Lectura orante del Evangelio: Marcos 15,1-39

“Bien de todos los bienes y Jesús mío, y ordenad luego modos cómo haga algo por Vos, que no hay ya quien sufra recibir tanto y no pagar nada. Cueste lo que costare, Señor, no queráis que vaya delante de Vos tan vacías las manos, pues conforme a las obras se ha de dar el premio. Aquí está mi vida, aquí está mi honra y mi voluntad; todo os lo he dado, vuestra soy, disponed de mí conforme a la vuestra. Bien veo yo, mi Señor, lo poco que puedo; mas llegada a Vos, subida en esta atalaya adonde se ven verdades, no os apartando de mí, todo lo podré; que si os apartáis, por poco que sea, iré adonde estaba, que era al infierno” (V 21,5).
Ellos gritaron más fuerte: ¡Crucifícalo! Nuestra oración comienza aceptando nuestra complicidad en la crucifixión de Jesús y en tantas historias de crucifixión de nuestros días. Formamos parte del griterío que crucifica la novedad inaudita de Jesús. Pero llevamos dentro el silencio de una mirada que puede permitirnos entrar, de otra manera, en esta historia de amor crucificado. En la sabiduría de la cruz todos nos damos cita: Dios y nosotros, su amor hasta el extremo y nuestro pecado. Jesús “que tenga los abiertos para entender verdades” (V 20,29).
Lo crucificaron y se repartieron sus ropas. ¡El Hijo de Dios desnudo!, en alianza con todos los despojados de su dignidad y belleza, de su pan y su casa. Gratuidad total del que se ha dado por entero, despojo hasta el extremo del que pasó haciendo el bien. Pero en su desnudez se asoma esa música del amor del Padre que cantó por los caminos. Solo queda mirarle en los más pobres de la tierra, leernos en sus cruces, cubrir su desnudez con nuestro amor solidario. La oración verdadera lleva siempre consigo el compromiso. “¿Qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda por Vos? ¡Y qué de ello, qué de ello, qué de ello –y otras mil veces lo puedo decir- me falta para esto!” (V 39,6).
Jesús clamó con voz potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Abandono total y confiado de Jesús en medio del fracaso. Testigo de Dios en la hora difícil. ¡Jesús, gritando, pero no amenazando! ¡Jesús, bebiendo las gotas amargas de la noche! ¡Cuántos esquemas se rompen! ¿Cómo ver a Dios, así, abandonando, por amor, a su Hijo en nuestras manos? “Mas Vos, Padre Eterno, ¿cómo lo consentisteis? ¿Por qué queréis cada día ver en tan ruines manos a vuestro Hijo?” (C 33,3).   
Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. La Palabra, que se hizo humanidad, solo es ahora un grito que descoloca y que molesta. Así dice Jesús el amor en esta hora. La oración no crece en la cultura del olvido, se renueva cuando acepta oír, aunque quede descolocada, los gritos de los que lloran en el mundo. Porque en todo grito está escondido el amor, y en esa fuente tenemos que beber si queremos tener vida. Sed Vos, “Bien mío, servido venga algún tiempo en que yo pueda pagar algún cornado de lo mucho que os debo. Ordenad Vos, Señor, como fuereis servido, cómo esta vuestra sierva os sirva en algo”  (V 21,5).     
Realmente este hombre era Hijo de Dios. Sorprende que sea un pagano quien hable así. El asombro le ha limpiado los ojos para ver, en un crucificado, al Hijo de Dios. Mirar la cruz despierta nuestra fe. La luz ya se acerca, se oye ya el rumor de la alegría. “Fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer… Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias. No nos cansemos nosotros de recibir” (V 19,15).

            En la Semana Santa caminamos con Jesús hacia la Pascua – CIPE – marzo 2015

sábado, 14 de marzo de 2015

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único




Domingo cuarto de Cuaresma 

Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Juan 3,14-21
“Llegó a leer en un crucifijo que allí estaba el título que se pone sobre la cruz, y súbitamente, en leyéndole, la mudó toda el Señor… Le pareció había venido una luz a su alma para entender la verdad, como si en una pieza oscura entrara el sol; y con esta luz puso los ojos en el Señor” (Fundaciones 22,5.6).  

Tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Nuestra oración interior es una mirada a Jesús con la música y belleza de la fe resonando en los adentros. Tantas veces cabizbajos, con el lamento tan a flor de labios, levantamos hacia Él nuestra mirada, para mirarlo, elevado, como un manantial inagotable de vida. El Espíritu nos abre los ojos a la experiencia de gracia que tenemos delante, nos abre el corazón para acoger la salvación que Jesús ofrece. Jesús crucificado manda señales de amor, en Él se abre camino la vida vencedora de la muerte, se asoma una alegría que ahuyenta toda tristeza. “Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir; él ayuda y da esfuerzo; nunca falta, es amigo verdadero” (V 22,6).   

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único. Dios no tiene más. No se guarda nada. Nos entrega a Jesús. Lo pone en manos extrañas. Ya podemos decir de verdad: “Cristo es mío y todo para mí” (Juan de la Cruz). Y Jesús “¡tiene en tanto que le volvamos a mirar!” (C 26,3). No se cansa de estar a nuestro lado a pesar de ser como somos, nos habla como a amigos. “Mirad las palabras que dice aquella boca divina, que en la primera entenderéis luego el amor que os tiene, que no es pequeño bien y regalo del discípulo ver que su maestro le ama” (C 26,10). En la oración interior procuramos soledad “para que entendamos con quién estamos” (C 24,5), sentimos dentro “esta divina compañía” (7M 1,7), nos alegramos de “tener tal huésped dentro” (C 28,10). Mirando la cruz leemos el amor que nos tiene y nos despertamos a amar. “Quiero concluir con esto: que siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca  amor” (V 22,14).

El que cree en él, no será condenado. Con interrogantes a cuestas, buscadores inquietos de lo que salva y hace felices, nos sorprendemos al ser buscados y encontrados por Jesús, el que viene a salvar y no a condenar. La fe es la alegría de este encuentro sorprendente, es la respuesta vital al amor entregado de Jesús. Nos fortalecemos creyendo; del encuentro con Jesús nos nace una vida nueva marcada por el amor. “Oh grandeza de Dios, y cuál sale una alma de aquí!, de haber estado metida un poquito en la grandeza de Dios y tan junta con Él” (5M 2,7).  

El que realiza la verdad se acerca a la luz. Respondemos al amor de Jesús con la determinación de afrontar nuestro vivir diario con una actitud de honestidad y verdad. Así nos ilumina su luz. “Ya era tiempo de que sus cosas (las de Jesús, del Reino) tomase ella por suyas, y Él tendría cuidado de las suyas” (7M 2,1).  

            En la Cuaresma caminamos con Jesús hacia la Pascua – CIPE – marzo 2015

domingo, 1 de marzo de 2015

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús



Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Marcos 9,2-10
“Quien más le entiende más le ama y le alaba” (Vida 37,2).  

Jesús se transfiguró delante de ellos. También nosotros, como los discípulos, estamos a falta de un encuentro transfigurador con Jesús. Él lo sabe y nosotros lo intuimos al ver “la bajeza de un alma cuando no anda Dios siempre obrando en ella” (V 37,7). Cuando Jesús quiere, porque la iniciativa es suya, nos lleva al monte para tener una experiencia fuerte de su luz. Allí, descalzos de nuestra mentalidad, en silencio y soledad, abre nuestro corazón a su alegría. La luz que sale por todos sus poros nos toca y nos sana. “¡Oh Señor mío, oh Rey mío! ¡Quien supiera ahora representar la majestad que tenéis!...Espanta mirar esta majestad; mas más me espanta, Señor mío, mirar con ella vuestra humildad y el amor que mostráis a una como yo” (V 37,6). “De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura” (V 37,4).

Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: ‘Maestro, ¡qué bien se está aquí!’ Cuando el Señor se muestra, quedamos desconcertados. No sabemos lo que decimos, es el corazón, “con gran gozo interior” (V 38,11), el que habla. “Algunas veces desatina tanto el amor… todo me lo sufre el Señor. ¡Alabado sea tan buen Rey!” (V 37,9). El encuentro de Jesús, “hermosura que excede a todas las hermosuras” (P 8), nos “hace entender qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad” (V 40,3), nos libera de toda atadura extraña a nuestra vocación de hijos amados. “Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien ni me ocupase… con poner un poco los ojos en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad” (V 37,4).    

Salió una voz de la nube: ‘Este es mi Hijo amado; escuchadlo’. Acogemos con inmenso gozo este testimonio del Padre. Jesús es todo para nosotros. “¡Oh riqueza de los pobres!” (V 38,21). “Sea bendito por siempre, que tanto da y tan poco le doy yo. Porque ¿qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda por Vos? ¡Y qué de ello, qué de ello, qué de ello –y otras mil veces lo puedo decir-, me falta para esto!” (V 39,6). Escuchar a Jesús, ¡qué maravilla! “Ni hay saber ni manera de regalo que yo estime en nada, en comparación del que es oír sola una palabra dicha de aquella divina boca, cuánto más tantas” (V 37,4). “¡Oh Grandeza y Majestad mía! ¿Qué hacéis, Señor mío todopoderoso?” (V 40,4). ¿Cómo responder a tanto amor?  “Comenzóme a crecer la afición de estar más tiempo con Él” (V 9,9).

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús. “Los ojos en Él” (V 35,14). Solo Jesús, solo con Jesús, icono bello del amor, dador de sentido, amigo y compañero en cuya fuente se renueva nuestra identidad. “Con mirar vuestra persona, se ve luego que es solo el que merecéis os llamen Señor” (V 37,6). “En todo se puede tratar y hablar con Vos como quisiéremos” (V 37,6). Y con Jesús, todos sus amigos, todos los pequeñitos de la tierra. Mirarle a Él, que va delante, nos alegra. Mirar a los pobres, nos acerca cada vez más a Jesús. Esta es la música que da alas a nuestros pies para anunciar la alegría del Evangelio: “Juntos andemos” (C 26,6).
 
La Cuaresma: un camino hecho con Jesús. ¡Feliz aventura! CIPE – marzo 2015