Lectura orante del Evangelio en
clave teresiana: Marcos 10,2-16
“Ya toda me entregué y di, y de
tal suerte he trocado, que mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado” (Poesía de Teresa de Jesús).
Se acercaron unos fariseos y le
preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito a un hombre
divorciarse de su mujer? Van a Jesús con un problema real,
aunque sea para ponerlo a prueba. El problema también es de hoy. La vieja
mentalidad ha endurecido el corazón y ha hecho olvidar los caminos de la vida.
¿Es lícito romper la comunión? ¿Se puede perder el amor? ¿Tiene justificación
alguna seguir con el dominio del varón sobre la mujer, de los poderosos y
grandes sobre los débiles y pequeños? ¿Qué dice Jesús, tan cercano al pueblo,
tan fiel a la voluntad de Dios, tan libre? “¿Qué
queréis, Señor, que haga? De muchas maneras os enseñará allí con qué le
agradéis” (7M 3,9).
Al principio de la creación Dios
los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre,
se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Jesús va a las raíces de Dios, fuente de todo amor. No habla de
divorcio, habla de amor. Dios nos ha
creado para ser felices en un proyecto de comunión de vida y amor. En el darse
uno al otro está la plenitud. El verdadero enemigo del matrimonio es el
egoísmo. El matrimonio es un sacramento, es un signo del Amor que es Dios. El
matrimonio es una escuela de amor, pero es también la prueba de fuego para
aquilatarlo. Ninguna otra relación llega a tal grado de profundidad. Desde Dios
es posible vivir el matrimonio como amor, libre y gratuito, sin imposiciones ni
dominios falsos. Porque solo hay amor entre personas libres e iguales, donde se
despliega la capacidad de darse. Jesús, con estas palabras, defiende al pobre,
a la mujer repudiada y ninguneada. La vivencia del amor es tan bella, que
justifica que el varón y la mujer abandonen el yo (padre y madre) y se pongan a
vivir desde el ‘nosotros’ creando una historia de amor juntos. “Ya era tiempo de que
sus cosas tomase ella por suyas, y El tendría cuidado de las suyas” (7M 2,1).
Lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre. Con Jesús
llega la novedad. El amor es una teofanía, es una relación mística con Dios. El
matrimonio es indisoluble cuando se da un mutuo y auténtico amor. El amor que
se termina indica que no ha sido auténtico. Nuestros pecados contra el amor no
empañan la belleza del plan de Dios. Hay un primer amor, el de Dios, en el que
se cimientan todos los demás amores. El bien de los seres humanos está en la
comunión, en el intercambio de dones, en la solidaridad más honda y real. La
comunión de vida y amor cura la soledad, afronta la pobreza, ofrece respuestas
creativas a la destrucción del ser humano. El matrimonio es un espacio de Dios,
una parábola de comunión en un mundo roto, un lugar de bendición de Dios para
la humanidad, es la poesía humana en la que se dice el amor de Dios. En todo
amor verdadero se dice Dios y siempre tienen sitio los pequeños. “Pareceros ha
que estos tales no quieren a nadie, ni saben, sino a Dios. Mucho más, y con más
verdadero amor, y con más pasión y más provechoso amor: en fin, es amor. Y
estas tales almas son siempre aficionadas a dar mucho más que no a recibir; aun
con el mismo Criador les acaece esto. Digo que merece éste nombre de amor, que
esotras aficiones bajas le tienen usurpado el nombre” (C 6,7). “Todos los demás
amores (dependen) de este amor” (V 40,4).
Sínodo de la Familia - CIPE –
octubre 2015