Lectura orante del Evangelio: Marcos 15,1-39
“Bien de todos los bienes y Jesús mío, y ordenad
luego modos cómo haga algo por Vos, que no hay ya quien sufra recibir tanto y
no pagar nada. Cueste lo que costare, Señor, no queráis que vaya delante de Vos
tan vacías las manos, pues conforme a las obras se ha de dar el premio. Aquí
está mi vida, aquí está mi honra y mi voluntad; todo os lo he dado, vuestra
soy, disponed de mí conforme a la vuestra. Bien veo yo, mi Señor, lo poco que
puedo; mas llegada a Vos, subida en esta atalaya adonde se ven verdades, no os
apartando de mí, todo lo podré; que si os apartáis, por poco que sea, iré
adonde estaba, que era al infierno” (V 21,5).
Ellos gritaron más
fuerte: ¡Crucifícalo! Nuestra oración
comienza aceptando nuestra complicidad en la crucifixión de Jesús y en tantas
historias de crucifixión de nuestros días. Formamos parte del griterío que
crucifica la novedad inaudita de Jesús. Pero llevamos dentro el silencio de una
mirada que puede permitirnos entrar, de otra manera, en esta historia de amor
crucificado. En la sabiduría de la cruz todos nos damos cita: Dios y nosotros,
su amor hasta el extremo y nuestro pecado. Jesús
“que tenga los abiertos
para entender verdades” (V 20,29).
Lo crucificaron y se
repartieron sus ropas. ¡El Hijo de Dios
desnudo!, en alianza con todos los despojados de su dignidad y belleza, de su
pan y su casa. Gratuidad total del que se ha dado por entero, despojo hasta el
extremo del que pasó haciendo el bien. Pero en su desnudez se asoma esa música
del amor del Padre que cantó por los caminos. Solo queda mirarle en los más
pobres de la tierra, leernos en sus cruces, cubrir su desnudez con nuestro amor
solidario. La oración verdadera lleva siempre consigo el compromiso. “¿Qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda
por Vos? ¡Y qué de ello, qué de ello, qué de ello –y otras mil veces lo puedo
decir- me falta para esto!” (V 39,6).
Jesús clamó con voz
potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Abandono total y confiado de Jesús en medio del fracaso. Testigo de Dios
en la hora difícil. ¡Jesús, gritando, pero no amenazando! ¡Jesús, bebiendo las
gotas amargas de la noche! ¡Cuántos esquemas se rompen! ¿Cómo ver a Dios, así,
abandonando, por amor, a su Hijo en nuestras manos? “Mas Vos, Padre Eterno, ¿cómo lo consentisteis? ¿Por qué queréis cada
día ver en tan ruines manos a vuestro Hijo?” (C 33,3).
Y Jesús, dando un
fuerte grito, expiró. La Palabra, que se
hizo humanidad, solo es ahora un grito que descoloca y que molesta. Así dice
Jesús el amor en esta hora. La oración no crece en la cultura del olvido, se
renueva cuando acepta oír, aunque quede descolocada, los gritos de los que
lloran en el mundo. Porque en todo grito está escondido el amor, y en esa
fuente tenemos que beber si queremos tener vida. Sed Vos, “Bien mío, servido venga algún tiempo en que
yo pueda pagar algún cornado de lo mucho que os debo. Ordenad Vos, Señor, como
fuereis servido, cómo esta vuestra sierva os sirva en algo” (V 21,5).
Realmente este
hombre era Hijo de Dios. Sorprende que sea un
pagano quien hable así. El asombro le ha limpiado los ojos para ver, en un
crucificado, al Hijo de Dios. Mirar la cruz despierta nuestra fe. La luz ya se
acerca, se oye ya el rumor de la alegría. “Fíe
de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer… Nunca
se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias. No nos cansemos nosotros
de recibir” (V 19,15).
En la Semana Santa
caminamos con Jesús hacia la Pascua – CIPE – marzo 2015