Domingo cuarto de Cuaresma
Lectura
orante del Evangelio en clave teresiana: Juan 3,14-21
“Llegó a leer en un crucifijo que allí estaba el
título que se pone sobre la cruz, y súbitamente, en leyéndole, la mudó toda el
Señor… Le pareció había venido una luz a su alma para entender la verdad, como
si en una pieza oscura entrara el sol; y con esta luz puso los ojos en el
Señor” (Fundaciones 22,5.6).
Tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida
eterna. Nuestra oración interior es una mirada a Jesús con
la música y belleza de la fe resonando en los adentros. Tantas veces
cabizbajos, con el lamento tan a flor de labios, levantamos hacia Él nuestra
mirada, para mirarlo, elevado, como un manantial inagotable de vida. El
Espíritu nos abre los ojos a la experiencia de gracia que tenemos delante, nos
abre el corazón para acoger la salvación que Jesús ofrece. Jesús crucificado
manda señales de amor, en Él se abre camino la vida vencedora de la muerte, se
asoma una alegría que ahuyenta toda tristeza. “Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo
primero en el padecer, todo se puede sufrir; él ayuda y da esfuerzo; nunca
falta, es amigo verdadero” (V 22,6).
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único. Dios no tiene más. No se guarda nada. Nos entrega a
Jesús. Lo pone en manos extrañas. Ya podemos decir de verdad: “Cristo es mío y
todo para mí” (Juan de la Cruz). Y Jesús “¡tiene en tanto que le volvamos a
mirar!” (C 26,3). No se cansa de estar a nuestro lado a pesar de ser como somos,
nos habla como a amigos. “Mirad las palabras que dice aquella boca divina, que
en la primera entenderéis luego el amor que os tiene, que no es pequeño bien y
regalo del discípulo ver que su maestro le ama” (C 26,10). En la oración
interior procuramos soledad “para que entendamos con quién estamos” (C 24,5),
sentimos dentro “esta divina compañía” (7M 1,7), nos alegramos de “tener tal
huésped dentro” (C 28,10). Mirando la cruz leemos el amor que nos tiene y nos
despertamos a amar. “Quiero concluir con esto: que siempre que se piense de
Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande
nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor” (V 22,14).
El que cree en él, no será condenado. Con interrogantes
a cuestas, buscadores inquietos de lo que salva y hace felices, nos sorprendemos
al ser buscados y encontrados por Jesús, el que viene a salvar y no a condenar.
La fe es la alegría de este encuentro sorprendente, es la respuesta vital al
amor entregado de Jesús. Nos fortalecemos creyendo; del encuentro con Jesús nos
nace una vida nueva marcada por el amor. “Oh
grandeza de Dios, y cuál sale una alma de aquí!, de haber estado metida un
poquito en la grandeza de Dios y tan junta con Él” (5M 2,7).
El que
realiza la verdad se acerca a la luz. Respondemos al
amor de Jesús con la determinación de afrontar nuestro vivir diario con una
actitud de honestidad y verdad. Así nos ilumina su luz. “Ya era tiempo de que sus cosas (las de Jesús, del Reino) tomase ella
por suyas, y Él tendría cuidado de las suyas” (7M 2,1).
En la Cuaresma caminamos con Jesús
hacia la Pascua – CIPE – marzo 2015