Lectura orante del Evangelio: Lucas
10,1-12.17-20
“Me ha gustado mucho la
fiesta. La fiesta es cuando la gente vive su fe con alegría. Hemos sido una
iglesia viva, alegre. Hemos vivido con una alegría que nadie nos puede quitar” (Monseñor
Gonzalo López Marañón).
Designó el Señor otros
setenta y dos, y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos
adonde pensaba ir él. Donde está Jesús hay
movimiento, hay vida. La mística misionera la produce el encuentro con Él. El
Espíritu nos pone de cara al mundo y nos envía para que hablemos mucho de Jesús. No
es posible vivir la fe en Jesús de forma acomodada, con los brazos cruzados,
sin horizonte misionero. Jesús nos empuja a salir a las periferias, adonde
piensa ir Él. Nos quiere itinerantes para extender el Reino, nómadas del
Evangelio, discípulos y misioneros. Todos tienen derecho a saber que Dios
les ama. La oración nos hace arriesgados para el envío. Aquí estamos, Señor.
Rogad al dueño de la
mies que mande obreros a su mies. Jesús cuenta con
nosotros, y desea que contemos con Él, para
llevar al mundo la alegría de Dios. Nos propone que oremos con determinación,
que mantengamos esa llama encendida. La oración es un manantial de agua pura y
permanente, vital para que el Reino sea nuestra pasión y nuestra vida. La oración es
indispensable para escuchar la llamada a la misión y para mantener vivo el
diálogo de amor con Jesús, que es quien nos envía. Orar es un privilegio
increíble, que nadie nos puede quitar. Manda obreros a tu mies, Señor.
Cuando entréis en una
casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. El encuentro con
Jesús nos hace discípulos y misioneros. Sus palabras nos ilusionan. El Espíritu
nos empuja a salir para estar cerca de la gente, entrar en sus casas, saludar,
una y otra vez, con la paz. Los miedos quedan atrás, también la tristeza, el
desaliento. Olvidando lo que está atrás, Jesús nos pone en camino, orientados
hacia el Reino. Hay mucho que hacer o mucha gente a la que amar con el amor de
Dios. Nos pide que vayamos al encuentro de este mundo, de éste no de otro, con
valentía y gratuidad, ligeros de equipaje, con humor para sabernos reír de las
dificultades y contratiempos. Sin más fuerzas que la amistad de Jesús y la
frescura de su palabra. Con el gozo de los amigos encontrados en el camino,
celebrando con ellos la alegría de haber encontrado a Jesús. Guía, Señor, nuestros pasos
por el camino de la paz.
Decid: ‘Está cerca de
vosotros el Reino de Dios’. Para anunciar el Evangelio, no hacen falta
grandes discursos que la gente no entiende. No son necesarias palabras de
condena ni soflamas que aturden. Las gentes esperan pocas palabras, pero respaldadas
con una vida coherente. No es posible decir que Dios está cerca si no nos
acercamos a las personas. Lo único que un ser humano necesita saber es que Dios
está cerca y que le ama. Lo que tienen que saber los pobres, los enfermos, los
necesitados de liberación, es que Dios está cerca y está desbordante de
compasión y ternura para todos. Basta con esto. El Evangelio, proclamado con
sencillez y con valentía, tiene dentro de sí la fuerza de salvación. Tú,
Señor, siempre estás cerca, siempre amas. Gracias.
‘Estad alegres porque
vuestros nombres están inscritos en el cielo’. Volvemos con alegría de la misión de anunciar la alegría del amor del
Padre a todos, que Jesús nos ha encomenzado. Estamos en la honda del Espíritu. Ha habido
riesgos, pero ha habido más alegría. Nuestros nombres están en el corazón de
Jesús. Con Él se ilumina nuestro futuro y el de muchos hermanos y hermanas. ¡Gloria a ti, Señor, Jesús!
¡FELIZ DOMINGO! Desde el CIPE –
julio 2013