lunes, 16 de octubre de 2017

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario



Lectura orante del Evangelio: Mateo 22,1-14
“Mirad que convida el Señor a todos, pues es la misma Verdad, no hay que dudar” (Santa Teresa, Camino 19,15).   
Venid a la boda. Jesús sale a los caminos como el pregonero que invita a una gran fiesta. Sabe por experiencia que para las gentes que lo rodean no hay experiencia más gozosa que ser invitados a una boda y compartir juntos un banquete. A Jesús le encanta recordar que el proyecto de su Padre consiste en preparar una gran boda para todos. ¡Qué imagen tan gozosa tiene del Padre! Así quiere Jesús despertar en nosotros el deseo de Dios: invitándonos a una experiencia de libertad y de fiesta, que nos aguarda en el horizonte. No se cansa de decir que el Reino es una fiesta de amor, una boda, que el Padre prepara para todos los que ama. El Padre, ¡es tan amigo de dar! ¡Qué alegría! En el Padre no existe la escasez ni tiene cabida la tristeza; la alegría y la vida son desbordantes. Nunca se cansa de amar. Jesús nos invita hoy a una plenitud de vida insospechada, que el Padre ha preparado. ¿Pensamos así de Dios? ¿Qué despierta en nosotros la invitación de Jesús? Oramos con Santa Teresa: “Vuestra soy, para Vos nací. Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado” (Poesía).  
Los convidados no hicieron caso. Jesús dice que el amor puede ser no correspondido. Lo sabe por experiencia, y nosotros también. ¿Por qué no entramos en la fiesta, en esta experiencia de Dios tan nueva y sorprendente, y nos quedamos en las afueras? ¿Acaso no necesitamos de Dios en esta hora? ¿Por qué no nos atrevernos a creer en el Padre que se goza viéndonos a todos reunidos en torno a su mesa? ¿Por qué en vez de entrar en su abrazo, nos quedamos distraídos, satisfechos con nuestro bienestar, como si no necesitásemos alimentar una esperanza última? Al Padre no le ha quedado por hacer. ¿Qué nos queda hacer a nosotros? ¿Cómo es posible rechazar a Alguien tan fascinante y entender y vivir la vida como si la Trinidad no la hubiese besado? Oramos con Santa Teresa: “Mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz; mirad que es más menester que al ciego que lo era de nacimiento, que este deseaba ver la luz y no podía. Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia” (Santa Teresa, Exclamaciones VIII,2).  
Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Jesús habla de un Padre que, a pesar de todo, no se desalienta y sigue llamando a una fiesta de libertad. Quiere ver la sala llena. No puede dejar al mundo sin la gratuidad, ternura, misericordia que inundan su corazón. Ningún fracaso o infidelidad por nuestra parte le cierra las entrañas. Su amor, siempre creativo, nos convoca de nuevo, una y otra vez. ¿Quién seguirá anunciando esta fiesta de Dios? La Iglesia está llamada a hacerlo, con fe y alegría. El don del Padre se convierte en tarea nuestra. La lentitud en el esfuerzo por evangelizar, la ausencia de esperanza alegre en lo que Dios nos ha prometido… es como pretender entrar en el Reino sin vestirse de fiesta. Danos, Señor, el espíritu de Teresa: “Tengo gran envidia a los que tienen libertad para dar voces, publicando quién es este gran Dios” (6M 6,3).
Feliz Fiesta de Santa Teresa. CIPE – octubre 2017