Lectura
orante del Evangelio en clave teresiana: Lucas 2,22-40
“Vos,
Señor, venís a una posada tan ruin como la mía. Bendito seáis por siempre
jamás” (Santa Teresa, Vida 22,16).
Un hombre llamado Simeón… aguardaba el Consuelo de
Israel y el Espíritu Santo moraba en él. La oración interior nos ayuda a descubrir en nosotros la presencia del
Espíritu Santo. De una forma misteriosa, escondida, el Espíritu va haciendo
nacer esperanzas de consuelo para la humanidad. Simeón vivía así: esperando una
Presencia; su silencio estaba habitado por el deseo hondo que ponía el
Espíritu. Lo más bello lo tenemos dentro y ahí hay que buscarlo para vivir en
la verdad. Este fue, también, el gran descubrimiento que dejó asombrada a Teresa
de Jesús: en la interioridad hay un deseo profundo, que nos regala
gratuitamente el Espíritu. “¡Oh Señor
mío!, qué bueno sois. Bendito seáis para siempre… Señor mío, dais como quien
sois. ¡Oh largueza infinita, cuán magnificas son vuestras obras!” (V 18,3).
Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que
no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. La oración interior es la ocasión para que el Espíritu se comunique con
nosotros. “Suyo
(es) aquel recaudo o billete escrito con tanto amor, y de manera que sólo vos
quiere entendáis aquella letra y lo que por ella os pide” (7M 3,9).Simeón sabía escuchar al Espíritu; su interioridad estaba abierta para recibir
los dones de quien “nunca se cansa de dar” (V 19,15). De Simeón podemos hacer este
elogio teresiano: “Bienaventurada el alma que trae el Señor a entender
verdades” (V 21,1). La mayor verdad es ver a Jesús. Esta es la pretensión del
Espíritu: que nuestros ojos vean a Jesús, que nos encontremos con Él.
Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo. Miramos a Simeón, impulsado por el Espíritu. Miramos a la Iglesia,
fortalecida por el aliento del Espíritu. ¡Qué fuerza tienen sus dones! Teresa
de Jesús sintió su fuerza en su interior y proclamó asombrada: “¡Oh grandeza de
Dios y cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga!” (F 2,7). En la oración interior escuchamos la voz del
Espíritu, sentimos cómo nos empuja para que vayamos a Jesús, enciende en
nosotros el amor verdadero para amar al Amor. “Por qué de caminos, por qué de
maneras, por qué de modos nos mostráis el amor” (Conceptos 3,14). En presencia
de María y de José queremos vivir al aire del Espíritu, con los ojos fijos en
Jesús: “De un alma que está ya
determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa que
obedezca. Vos, Señor mío, tomáis ese cuidado de guiarla por donde más
aproveche” (F 5,6).
Cuando sus padres entraban con el Niño Jesús… lo
tomó en brazos y bendijo a Dios: ‘Mis ojos han visto a tu Salvador’. Simeón tomó al Niño en brazos, ¡cuánta ternura!, dejó que la carne de
Jesús tocara su esperanza, ¡cuánta alegría! Saltó de gozo ante José y María,
los que aman a Jesús como Él merece, los que conocen la bondad que ha aparecido
en la tierra, los que escuchan con asombro todo lo que se dice del Niño, los
que cada vez son más de Jesús. El Espíritu le abrió los ojos para ver al
Salvador. Jesús es nuestra luz. Oramos con Teresa de Jesús: “Pues mirad, Señor,
que los míos están ciegos… Dadme Vos luz” (C 15,5), que “todo el daño nos viene
de no tener los ojos en Vos” (C 16,11). Con Teresa de Jesús confesamos nuestra
fe y nuestro amor: “En veros cabe mí, he
visto todos los bienes” (V 22,6).
¡Feliz Navidad! - CIPE, diciembre 2014