Lectura orante del Evangelio en clave teresiana:
Marcos 7,1-8.14-15.21-23
“¡Oh Señor, cuán diferentes son vuestros caminos de
nuestras torpes imaginaciones! ¡Y cómo de un alma que está ya determinada a
amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa, sino que obedezca y se
informe bien de lo que es más servicio vuestro y eso desee! No ha menester ella
buscar los caminos ni escogerlos, que ya su voluntad es vuestra. Vos, Señor
mío, tomáis este cuidado de guiarla por donde más se aproveche” (Fundaciones
5,6).
Se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos
letrados de Jerusalén. La novedad que trae Jesús molesta. Los maestros de
la ley ponen cerco a la libertad que se respira en torno a Jesús. Se acercan a Él
con el corazón manchado; más que acercarse, lo cercan. ¿Cómo nos acercaremos
nosotros a Jesús? ¿Con qué sabiduría? Lo haremos con limpieza de corazón, sin
sentirnos mejores que los demás. Si confiamos en Él, ningún letrado podrá
contra nosotros. “Levántense contra mí
todos los letrados, persíganme todas las cosas criadas… no me faltéis Vos,
Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien solo en
Vos confía” (V 25,17).
¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y
no siguen tus discípulos las tradiciones de los mayores? La mentalidad
estrecha de los fariseos puede ser la nuestra. Aunque practiquemos la oración,
no por eso estamos libres de esa peste. Si nos brotan preguntas insidiosas, cuya
pretensión es la de controlar la vida de los demás, entonces nuestra oración
necesita una profunda conversión. La comunión con Dios es algo fascinante, va mucho
más allá de tradiciones y de intentos de fiscalizar vidas ajenas y juzgar al
prójimo con superioridad. “Miremos
nuestras faltas y dejemos las ajenas, que es mucho de personas tan concertadas
espantarse de todo, y por ventura de quien nos espantamos, podríamos bien
deprender en lo principal” (3M 2,13).
Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí. Cuando la oración desconoce el camino del corazón,
se queda solo en los labios y no llega al corazón de Dios. La verdadera oración
nace de un corazón, abierto a Dios y a los demás. El Espíritu nos llama a una
conversión profunda a Jesucristo, el Amigo verdadero, nuestro único Maestro y
Señor, y a su Reino. “Todo lo que veo que no conduce al Reino de
Dios, me parece vanidad y mentira” (V 40,2). “Pruébanos tú, Señor, que sabes las
verdades, para que nos conozcamos” (3M 1,9). .
El culto que me dan está vacío, porque la doctrina
que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un
lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Las
normas, por sí mismas, no tienen valor. Hinchan, pero no conducen al amor ni a
la libertad de los hijos e hijas de Dios. Las tradiciones humanas nunca han de
tener la primacía. Lo primero es siempre Jesús y su llamada al amor. Los
verdaderos mandamientos de Dios son los que liberan nuestras conciencias
oprimidas y nos dan la salud y la ternura solidaria. “¡Oh, qué engaño tan grande! El Señor nos dé luz para no caer en
semejantes tinieblas, por su misericordia” (5M 4,6).
CIPE – agosto
2015