Gonzalo López Marañón o la vocación por la periferia
La historia del misionero carmelita descalzo, muerto en África el 7 de mayo
pasado, quien entregó 41 años de su vida en Sucumbíos, hasta cuando fuera
expulsado de un modo grotesco, por el sector más reaccionario y ultraderechista
de la Iglesia católica.
09 de mayo del 2016
GONZALO
ORTIZ CRESPO
En el corazón del África, a 1.590 km de Luanda, la capital y ciudad más poblada de Angola,
buscó su misión en la aldea de Calunda monseñor Gonzalo López Marañón,
carmelita descalzo y misionero. Aquel poblado, de unos pocos miles de
habitantes, queda cerca de la frontera con la República Democrática del Congo,
en el extremo en que Angola parece que se adentra recortando el mapa de su
vecino.
Según
comentan sus compañeros carmelitas de habla portuguesa en cartas que he encontrado en Internet, fue
allí que insistió que quería servir, solo ayudado por una pareja de angoleños
que se desempeñaban como chofer y empleada de la casa. Nadie más. Y desde allí,
siguiendo su vocación inquebrantable, construyó una iglesita de ladrillos, daba
clases a los niños y servía a los más pobres de los pobres.
Hace
unas semanas un ataque de malaria complicado con su diabetes lo obligó a
permanecer varios días en el hospital en Cazombo, una ciudad de 150.000
habitantes, cabecera zonal, a 70 km de su aldea. La insistencia de sus
compañeros para que se quedara en esa ciudad no le cambió su voluntad de volver
a su aldea y regresó a Calunda. Pero a las pocas semanas su estado de salud se
agravó, por lo que debieron llevarle de regreso a Cazombo y allí falleció el
sábado 7 de mayo por la tarde.
Tenía 82
años. Y, como todos sabemos, monseñor Gonzalo, a quien ya llamaban en Angola
Gonzaliño, sirvió al Ecuador media vida, 41 años, desde 1970 hasta 2011, y dejó
su marca en la diócesis de San Miguel de Sucumbíos, donde primero fue Prefecto
Apostólico (1970-1984) y luego, tras haber sido consagrado obispo, Vicario
Apostólico (1984-2010). En esa provincia presidió uno de los experimentos más
interesantes que se hayan hecho en el Ecuador y en América Latina de una
iglesia popular, comunitaria, liberadora y profundamente cristiana, en
cumplimiento del espíritu renovador del Concilio Vaticano II y de la
Conferencia de Obispos de América Latina (Celam) en Medellín.
Y lo
hizo con los carmelitas y muchas otras congregaciones religiosas de hombres y
mujeres que se le juntaron en esa maravillosa labor, hasta que fue expulsado,
de una manera cruel y muy poco cristiana y humana, por orden del papa Benedicto
XVI por acción del Nuncio en Ecuador Giacomo Guido Ottonello (aún en funciones)
y de las fuerzas más reaccionarias de la Iglesia ecuatoriana.
Es
verdad que el obispo López Marañón había presentado su renuncia por límite de
edad como lo exigen las normas vaticanas, pero seguía ejerciendo con funciones
prorrogadas cuando vino este edicto contra él, contra su orden y contra su
obra.
Con la
finura de un elefante en una cristalería, el nuncio apostólico Ottonello impuso
que monseñor López y los carmelitas fueran reemplazados por los Heraldos del
Evangelio. No solo se diferenciaban en que los primeros son descalzos, a lo más
andan con sandalias, y los segundos usan botas de montar. Ni que los primeros
visten la mayor parte de las veces de civil y los segundos usan hábitos
medievales con la cruz de Calatrava desde el cogote hasta el suelo, sino que
esta es una asociación (no es todavía una orden) caracterizada por su
integrismo, cuyos miembros entraron a Sucumbíos como nuevos conquistadores,
desconocieron lo que se había construido en tantas décadas y provocaron una
profunda división en la población.
Su
consigna, impulsada por Ottonello y la derecha eclesiástica, era acabar con el
modelo de iglesia creado, y para ello triturar al ISAMIS (sigla de Iglesia de
San Miguel de Sucumbíos), el consejo arquidiocesano que, con la participación
activa de los estamentos de la comunidad, manejaba, en consenso con el obispo,
el apostolado de la diócesis, así como acabar con sus otras obras como radio Sucumbíos
y el centro de formación.
Tanto la
nota de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana (CEE) como la de la agencia
gubernamental Andes, ocultan convenientemente este hecho. Hablan solo, como
reza el comunicado de la CEE, de que “cumplido su servicio en Ecuador en el año
2010, quiso seguir viviendo y sirviendo a la Iglesia misionera y buscó puesto
misionero en Angola”. Se saltan el atropello que sufrió y también el impacto
que tuvo en la sociedad ecuatoriana su decisión de realizar una huelga de
hambre (un ayuno, como él lo definió) para pedir por la paz en su antigua
diócesis. Esa huelga de hambre, en que le acompañaron dirigentes indígenas,
afroecuatorianos y mestizos de Sucumbíos, de la propia Quito y de varias zonas
del país, se realizó en el parque de La Alameda, en la capital de la República,
donde se instalaron en unas precarias carpas.
Decenas
de personas le visitamos allí, para oírle, para apoyarle, para dar testimonio
de nuestra cercanía con él y con su obra. Debo confesar que cuando conversé con
él, le pedí, como viejo amigo suyo que era, que dejara su huelga de hambre. No
bastó ni la amistad que sé que me profesaba ni la buena voluntad con que me
había dirigido a él; me contestó de inmediato, cortante, “¡Apártate de mí,
Satanás!”. Me quedé frío (cosa rara en Satanás). Su determinación no
permitía este tipo de tentaciones.
Un mes
duró su ayuno. Cuando vio que la polarización provocada por los Heraldos se
había reducido y que podía haber un camino de solución, terminó su huelga de
hambre.
Siguió un
tiempo en el Ecuador, fue condecorado por el Gobierno, declarado doctor honoris
causa por la Universidad Andina Simón Bolívar, fue a España en 2011, tuvo un
año sabático y volvió a Quito. Cuando le visité de nuevo, lo encontré lleno de
paz, sin rencor, pero no dejé de percibir un aleteo de dolor por la destrucción
de lo que fueron 40 años de su vida y su sacerdocio. Me contó que volvía a
España, “a reflexionar un tiempo”, me dijo. En efecto, dejó Ecuador a mediados
de 2013.
Pero su
vocación por la periferia del mundo, por los más pobres de los pobres le tuvo
inquieto: no quería quedarse en su tierra, donde había nacido (en Burgos) el 3
de octubre de 1933, y buscó una nueva misión. Fue a través de un innovador
proyecto misionero conjunto de los carmelitas portugueses y brasileños, que la
encontró, en el África, concretamente en Angola. Se alistó entre los nuevos
misioneros y partió. En efecto, en abril de 2015 aterrizaba en Luanda. Pero no
era esa bulliciosa y caótica capital de seis millones de habitantes su destino,
sino que este se hallaba en lo más profundo del continente, a 1.600 km de la
costa del Atlántico. ¿Una locura con 81 años de edad? Esa es la locura de los
convencidos, de los héroes y ¿por qué no decirlo? de los santos.
Sabemos
lo que, mientras tanto, pasó en Sucumbíos: los carmelitas, tan maltratados,
dejaron la misión, conminados por Ottonello, a fines del 2010. Habían estado en
el Oriente ecuatoriano desde 1927, fueron quienes dieron vida y organizaron,
bajando desde Tulcán, los pueblos de El Pun, El Carmelo, Santa Bárbara, La
Bonita, el Playón de San Francisco, Sibundoy, La Fama, La Barquilla, Rosa
Florida, La Sofía, Puerto Libre, San Miguel, Palma Roja; fueron quienes
acompañaron todo el crecimiento explosivo de Lago Agrio, Shushufindi y los
demás pueblos a donde llegaron los migrantes de todo el Ecuador con el
descubrimiento y la explotación del petróleo; fomentaron la creación de
escuelas, caminos, puentes y hospitales en toda el área; lucharon junto al
pueblo cuantas veces fue menester para obtener servicios y respeto; apoyaron
los paros que consideraban justos y la liberación de presos cuya prisión era
injusta (como los once del Putumayo, a los que al fin lograron liberar en
1996); fueron clave en la presión porque se funden los cantones de Lago Agrio y
Sucumbíos y, luego, la propia provincia.
Mientras
tanto, fueron creando un modelo de iglesia a partir de las Comunidades
Eclesiales de Base y las Zonas Pastorales, conformados por cuatro o cinco
comunidades cercanas, cada una de las cuales tenía su propio Consejo de
Pastoral Zonal, al frente del cual estaba un Equipo Misionero. Estas Zonas
Pastorales, según las distintas nacionalidades o características culturales,
tenían una o varias de las cuatro Unidades Pastorales: indígena, negra, campesina
y urbana, que buscaban crear una Iglesia propia, nacida de una verdadera
Inculturación del Evangelio. Todo esto repelía a los Heraldos, que buscaban
centrar la pastoral en actos devocionales, en la liturgia tradicional, en un
modelo de iglesia dedicada solo a lo espiritual que se olvida de las
necesidades, luchas y dolores de la gente.
Pero los
Heraldos del Evangelio tampoco duraron mucho. Fue tal el caos y polarización
que el nuevo Administrador Apostólico, monseñor Rafael Ibarguren, y sus 16
Heraldos crearon en Nueva Loja y en la provincia, que el Vaticano se apresuró a
retirarlos en mayo de 2011. La Iglesia daba palos de ciego, con un Nuncio más
perdido que nunca, pero que no paró en la destrucción de esa iglesia “sirviente
y pobre”, de detener lo que la iglesia hacía para el desarrollo integral de las
personas y los pueblos indígenas de Sucumbíos y de borrar más de 80 años de
trabajo civilizatorio de los carmelitas descalzos.
Al
inicio se pensó poner sacerdotes del clero secular, pero en marzo de 2012 llegó
como obispo encargado del Vicariato un josefino italiano, monseñor Paolo Mietto
CSJ, quien había sido Vicario Apostólico del Napo (1996-2010). Por su avanzada
edad y su carácter, Mietto no logró solucionar las divisiones entre los
católicos de Sucumbíos. Inclusive la catedral de Nueva Loja fue tomada por los
grupos de ultraderecha, a los que habían azuzado los Heraldos.
“Su
nombramiento dejaba esperar una reconciliación, pero parece que no llega y más
bien los conflictos creados y apoyados desde el exterior parecen aumentar
peligrosamente”, le decía en una carta, en septiembre
de 2012, el P. Pedro Pierre (Pierre Riouffrait, sacerdote diocesano francés)
que había trabajado en Sucumbíos. Y añadía: “¿Por qué se toma la indecencia de
irrespetar el trabajo hecho durante más de 40 años por monseñor Gonzalo y
cuantos decenios más por la Congregación de los Carmelitas? ¿Dónde está la
solidaridad en la Iglesia y entre Congregaciones misioneras? ¿No es suficiente
que un pueblo católico se sienta en la obligación de botar de su Vicariato a
una Institución que poco respeta a las personas, en particular a los pobres,
los pueblos indígenas y las orientaciones pastorales conciliares y
latinoamericanas?... ¿Cuál es el afán de empeñarse en querer destruir un modelo
de Iglesia legítimo y perseguir a los sacerdotes, misioneros/as, religiosas,
ministerios y agentes de pastoral que trabajan en esta línea, siendo usted la
cabeza visible y encubridora de tal desastre?”.
Desde
noviembre del 2013, se halla otro josefino brasileño, monseñor Celmo Lazzari
CSJ, hoy de 60 años, que desde el 2010 también había sido Vicario Apostólico
del Napo y antes había ocupado puestos muy importantes en su orden, como
provincial del Brasil y vicario general en Roma. Los josefinos han trabajado
con mayor tino que los Heraldos, pero ya han logrado bajar el perfil al ISAMIS
y, en general, a la obra de López Marañón, de los carmelitas y del pueblo de
Sucumbíos.
Mientras
tanto, los Heraldos han seguido expresando duras críticas contra los carmelitas
en blogs auspiciados por ellos, incluso después de su fracaso estruendoso en
Sucumbíos. Por ejemplo, cuando en 2012 sufrió un accidente en Burgos el P.
Jesús María Arroyo OCD ––un famoso y esforzado misionero carmelita que estuvo
30 años en el Oriente ecuatoriano, quien por defender a los pobres lo mismo se
plantaba delante de un general del Ejército que de un gerente de petrolera––,
decían textualmente en una entrada del blog titulada “Una noticia preocupante y
que hace pensar”: “Y pedimos oraciones, por su conversión y salvación. Pues
aunque para muchos que no lo han conocido en nuestro Vicariato pueda
presentarse como una "buena" persona, lamentamos tener que reconocer
que por lo hecho aquí durante sus años de acción "pastoral", no
podemos considerarlo tan bueno así. Pero nuestras oraciones no le faltarán,
pues queremos la salvación de todos”. El misionero del que tan cruelmente
hablaban los Heraldos murió a los pocos días.
¿Cómo
valorar palabras así? ¿Y sus burlas y ataques a monseñor López Marañón? En el
2011 prácticamente le acusaron de ladrón y
le calificaron de antipático y jactancioso y en 2013, al despedirse el obispo
definitivamente del Ecuador, resumieron sardónicamente su obra como “40 años de errores y omisiones en
Sucumbíos”.
No se
trata solo de dos maneras de entender la pastoral, una tradicional y centrada
en las prácticas piadosas y otra, la de los carmelitas, desde la salvación
integral del ser humano, sino de verdadera fobia, como la que suelen tener
todos los integristas, que se sienten dueños de la verdad, contra quienes
trabajan con la sociedad civil. En Sucumbíos se exploró una “evangelización
liberadora e inculturada que desde una vivencia profunda de fe en el Dios de la
Vida” desarrolló pastorales específicas para los distintos segmentos de la
población, dio protagonismo a los laicos y no rehuyó luchar “junto a las
organizaciones populares por la transformación de la sociedad y la construcción
del Reino de Dios”, como rezaba el objetivo de ISAMIS, similar a lo que habla
hoy el papa Francisco de salir a la periferia y sentir las necesidades de los
hombres y mujeres, y como lo hizo carne de su carne durante toda su vida
misionera Gonzalo López Marañón OCD.
¡Adiós,
querido amigo! Espero que me ayudes a que no me lleve Satanás.