domingo, 4 de enero de 2015

En el principio ya existía la Palabra... En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres


Domingo segundo de Navidad

Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Juan 1,1-18

“En verte, Jesús, junto a mí, he visto todos los bienes” (Santa Teresa, V 22,6).

En el principio ya existía la Palabra... En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres. Nuestra oración comienza con un silencio asombrado, humilde. La Palabra está tan llena de vida que nuestra respuesta no puede ser otra que el asombro: “alegrarnos de considerar qué tan gran Dios y Señor tenemos que una palabra suya tendrá en sí mil misterios” (CA 1,2). Sin acomodar la Palabra a nuestra medida -“no os canséis ni gastéis el pensamiento en adelgazarla” (CA 1,1)-, sino dejando que su luz nos recoja en la interioridad. “Me han recogido más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados” (C 21,4). En lo más hondo de nosotros, la Palabra nos libera de la nada, está llamándonos a la vida, no se cansa de amarnos. “Bendito sea Aquel que nos invita a beber de su Evangelio” (CE 35,3).

Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Continuamos con la oración interior. Caemos, ahora, en la cuenta de que nuestra interioridad es casa de la Palabra. Por desgracia, muchas veces lo olvidamos. “¡Oh Señor mío, que de todos los bienes que nos hicisteis, nos aprovechamos mal! Vuestra Majestad, buscando modos y maneras e invenciones para mostrar el amor que nos tenéis; nosotros, como mal experimentados en amaros a Vos, tenémoslo en tan poco, que de mal ejercitados en esto vanse los pensamientos adonde están siempre y dejan de pensar los grandes misterios que este lenguaje encierra en sí” (CA 1,4). En este olvido de la Palabra está nuestro daño: “Todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura con clara verdad” (V 40,1). Ven, Espíritu. Enséñanos a dejarnos abrazar por la Palabra de vida. “Oh Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que llegan a este estado, y se quedan consigo mismos!... ¡Bendito seáis por siempre jamás!” (V 22,17).

Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Estamos ante el Dios humanado, entramos en la fiesta de las miradas: ¡mirar al que nos mira! Miramos a Jesús y descubrimos en Él a un amigo junto al que se va gestando nuestro ser más verdadero. “Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano” (V 22,9) “Es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía” (V 22,10). “Quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen” (V 22,4). La Palabra se ha hecho humanidad, ha echado raíces en nuestra tierra, nos ama desde abajo, desde adentro. “Con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir: él ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero” (V 22,6).

De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. La Palabra camina a nuestro lado, nos comunica la plenitud. “¿Pensáis que se está callando? Aunque no le oímos, bien habla al corazón cuando le pedimos de corazón” (C 24,5). La Palabra ha abierto en nosotros espacios interiores de confianza, en Ella encontramos los amores que andábamos buscando, descubrimos la gracia nunca antes imaginada. Nadie debe quedar “fuera de gozar las riquezas del Señor” (CA 1,8). “Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes… Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí” (V 22,7).

¡Feliz Navidad! - CIPE, enero 2014