sábado, 5 de marzo de 2016

Domingo cuarto de cuaresma



Lectura orante del Evangelio: Lucas 15,11-32
“El Padre es todo Amor” (Beata Isabel de la Trinidad).
La parábola es como la vida misma. Una/o puede entrar o quedarse fuera. La parábola nos abre las puertas para que entremos dentro de ella. La parábola habla de nosotras/os. El final de la parábola queda abierto, porque lo tiene que terminar cada quien. La parábola hace preguntas profundas, descubre lo que hay en el corazón, nos coloca ante la ternura del Padre.
Ven, Espíritu Santo. Enséñanos el maravilloso camino de la fraternidad, ayúdanos a vivir en comunidades acogedoras, con más ternura que recelo hacia quienes buscan al Padre entre interrogantes y son buscadas/os por Él con una pasión de amor infinita.
‘Me pondré en camino, adonde está mi padre’. Un hijo se alejó del cariño del Padre. Le pidió la herencia y se olvidó de él. Pensó que fuera viviría mejor, pero el engaño le llevó a perder la dignidad y la identidad. Esto es el pecado. Pero al Padre no se le terminó el amor; la ausencia del hijo se lo acrecentó. Un día, fruto de esas secretas decisiones del corazón, el hijo se puso en camino hacia el pan porque tenía hambre. Así se teje esta maravillosa historia de amor y libertad, perla preciosa de las parábolas, dicha por Jesús a los que murmuraban que fuera amigo de los pecadores y se sentara a comer con ellos. Nos ponemos en camino hacia Ti.  
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió, y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. El hijo, de camino, ya no recordaba el cariño del Padre, ya no le conocía. Pero el Padre salía cada mañana para mirar el horizonte, porque tenía el corazón trastornado por la ausencia de su hijo; no podía dejar de considerarlo como suyo. Y un día, el mejor de los días, lo vio de lejos, el corazón le dio un vuelco, se conmovió y corrió hacia él, porque el amor siempre ve más allá y corre más. El Padre supo esperar sin manipular la libertad del hijo, pero, al encontrarlo, lo levantó de la nada colmándolo de besos. Padre, ¿qué podemos decirte? Solo gracias. Tanto nos esperas. Gracias. Gracias.    
‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. El hijo, al entrar en el pecado, donde una/o no es nada ni merece nada porque lo ha perdido todo, entró en la misericordia entrañable del Padre, donde todo vuelve a ser posible. No nos purificamos mirando y remirando nuestros pecados, sino poniendo nuestros ojos en el que nos hace buenas/os. Padre, abrazados por tu misericordia, el pecado huye, tu gracia nos recrea. Gracias.   
‘Celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado’. El Padre se lleva una alegría increíble y quiere gritar su alegría a todo el mundo; todo lo prepara como para una fiesta de bodas. No piensa más que en celebrar, en tirar la casa por la ventana. La misericordia se hace don, derroche. Y todo, porque su hijo ha vuelto a la vida. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. El que gastó su vida, se encuentra con las frescas mañanas del Padre entre las manos. Bendito y alabado seas, Padre.    
‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo… Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido’. El hermano mayor no quiere entrar. La fiesta por ése que ha vuelto le desconcierta. El que siempre ha estado dentro de la casa, se queda fuera. No sabe amar. Quien se cree bueno, clasifica y excluye. Cuando el Padre sale a persuadirlo, solo sabe exigir y denigrar al hermano. Está lejos del corazón del Padre, que acoge a todas/os, ama a todas/os, invita a todas/os. Gracias, Señor Jesús, por mostrarnos al Padre.  
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