sábado, 22 de octubre de 2016

Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario


Lectura orante del Evangelio: Lucas 18,9-14
“Déjate amar” (Santa Isabel de la Trinidad)  
Algunos, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás. No se puede decir más con menos. No hay prisa por cruzar este paisaje. Necesitamos un tiempo largo para masticar cada palabra de Jesús y encontrarle otros cimientos a la vida. ¿Por quién nos tenemos? ¿Nos sentimos tan seguras/os? ¿Despreciamos a las/os demás? Es tiempo de dejar que las palabras de Jesús toquen nuestras raíces y las sanen. Sin aprecio a las/os demás no hay verdad; sin verdad no hay oración; sin oración no hay encuentro con Dios; sin encuentro con Dios no hay fiesta. “¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para instalarme en Ti” (Santa Isabel de la Trinidad).
‘Dos hombres subieron al templo a orar’. Antes que subir al templo a orar hay que bajar al propio corazón para ver nuestro rostro y el de las/os demás, para descubrir lo que pensamos de Dios y de nosotras/os. ¿Qué buscamos en la oración? ¿A quién buscamos? Si no cambiamos de imagen de Dios no entenderemos nada, si no dejamos que el viento sacuda el árbol seguirá con las hojas secas. Lo que más limpia la vida es apreciar a las/os demás, eso es lo que más nos acerca a Dios. “Quiero vivir con los ojos clavados en Ti, sin apartarme nunca de tu inmensa luz” (Isabel).  
‘El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás’. Esta oración nos delata, no hay nadie en ella: ni Dios, ni nosotras/os, ni las/os demás. Es puro vacío. Solo hay apariencia e hipocresía fina. Esta oración, que deja fuera a Dios y excomulga a las/os compañeros, ¿qué puede ser? Hay palabras, pero no hay corazón; no hay corazón, porque no hay hermanas/os, ni compasión, ni gratuidad, ni fiesta compartida. “¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Reconozco mi impotencia. Por eso te pido que me revistas de ti mismo” (Isabel).  
El publicano, solo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’. La vida rota llega al corazón de Dios, o mejor, la gracia cura todas las heridas. La oración es camino de humildad y de gracia, es encuentro de dos amigas/os, mendigos las/os dos de amor, una/o de la/del otra/o. Para orar no hay que hacer nada, casi no hay que decir nada, solo ser lo que somos ante Dios, ponernos en verdad ante Él. Dejarnos amar. Con eso basta. Los orantes somos pecadoras/es hacia los que Dios vuelve sus ojos. “Y Tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre esta pobre criaturita tuya” (Isabel).    
‘Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido’. ¡Qué revolucionarias son las palabras de Jesús! Jesús siempre nos espera, nos ofrece un tiempo para reaccionar. Jesús proclama quién ha hallado gracia a los ojos de Dios, quién lleva la frescura y fragancia del Evangelio, quién es un icono de su amor en el mundo. Jesús da visibilidad a quien estaba humillado y esconde al autosuficiente. “¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de Amor! Ven a mí, para que Él pueda renovar todo su misterio” (Isabel).
¡Feliz Domingo! Con la alegría por la NUEVA SANTA. CIPE – octubre 2016