Lectura
orante del Evangelio en clave teresiana: Mateo 21,33-43
“¡Oh Redentor mío, que no puede mi
corazón llegar aquí sin fatigarse mucho! ¿Qué es esto ahora de los cristianos?
¿Siempre han de ser los que más os deben los que os fatiguen? ¿A los que
mejores obras hacéis, a los que escogéis para vuestros amigos, entre los que
andáis y os comunicáis por los sacramentos?” (Santa Teresa, Camino 1,3).
Había un propietario que plantó una viña. Así comienza
esta durísima parábola que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén y que
nosotros hoy queremos orar. El propietario, el Padre, amó tanto al pueblo que
le entregó todo lo que tenía, hasta su propio Hijo. Pero Él no fue amado y una
profunda decepción llenó su corazón. Los que tanto amaba prescindieron de Él,
mataron a sus profetas, a su Hijo también lo echaron fuera y lo mataron. “¡Oh mi Dios y mi verdadera fortaleza! ¿Qué
es esto, Señor, que para todo somos cobardes, si no es para contra Vos?” (Exclamaciones
12,1). ¡Oh Sabiduría que no se puede
comprender! ¡Cómo fue necesario todo el amor que tenéis a vuestras criaturas
para poder sufrir tanto desatino y aguardar a que sanemos, y procurarlo con mil
maneras de medios y remedios!” (Ex 12,2).
“Remediad, Dios mío, tan gran desatino y ceguedad” (Ex 13,4).
Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué
hará con aquellos labradores? ¿Qué hará Dios con quienes no desean el
agua de su fuente ni quieren gustar sus amores? Nada que no tenga que ver con
el amor, porque el Padre, revelado por Jesús, es incomparablemente bueno, solo
sabe amar. Por mucho que vayamos contra Él, siempre se acerca a nosotros con
misericordia. “¡Oh Dios de mi alma, qué
prisa nos damos a ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos!” (Ex
10,1). ¡Bendito y alabado seas, Señor!,
pues “con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos
de Adán” (Ex 2,2).
La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular. Hemos prescindido muchas veces de Jesús, nos hemos
tapado los ojos para no verle. Este es nuestro pecado. “Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal
tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra
misericordia”
(Ex 8,2). Es hora de escogerle como nuestra piedra angular, como fuente
inagotable de alegría. “¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no
os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de
estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís
a buscar los pecadores; estos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis
nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por
nosotros. Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad,
Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia” (Ex 8,3).
Se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se
dará a un pueblo que produzca sus frutos. Dios sigue abriendo caminos de salvación,
pero no bendice un cristianismo estéril. “¡Oh Amor, que me amas más de lo que yo me puedo
amar, ni entiendo!” (Ex 17,1). “No me desampares, Señor, porque en Ti espero, no sea confundida mi esperanza”
(Ex 17,6). “Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido con
darme gracia en el presente y porvenir, para que parezca delante de Vos con
vestiduras de bodas, pues si queréis podéis” (Ex 4,1.2).
¡Feliz Domingo! CIPE – octubre 2014