lunes, 6 de octubre de 2014

Había un propietario que plantó una viña - 21,33-43





Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Mateo 21,33-43
“¡Oh Redentor mío, que no puede mi corazón llegar aquí sin fatigarse mucho! ¿Qué es esto ahora de los cristianos? ¿Siempre han de ser los que más os deben los que os fatiguen? ¿A los que mejores obras hacéis, a los que escogéis para vuestros amigos, entre los que andáis y os comunicáis por los sacramentos?” (Santa Teresa, Camino 1,3). 

Había un propietario que plantó una viña. Así comienza esta durísima parábola que Jesús pronunció en el templo de Jerusalén y que nosotros hoy queremos orar. El propietario, el Padre, amó tanto al pueblo que le entregó todo lo que tenía, hasta su propio Hijo. Pero Él no fue amado y una profunda decepción llenó su corazón. Los que tanto amaba prescindieron de Él, mataron a sus profetas, a su Hijo también lo echaron fuera y lo mataron. “¡Oh mi Dios y mi verdadera fortaleza! ¿Qué es esto, Señor, que para todo somos cobardes, si no es para contra Vos?” (Exclamaciones 12,1). ¡Oh Sabiduría que no se puede comprender! ¡Cómo fue necesario todo el amor que tenéis a vuestras criaturas para poder sufrir tanto desatino y aguardar a que sanemos, y procurarlo con mil maneras de medios y remedios!” (Ex 12,2). “Remediad, Dios mío, tan gran desatino y ceguedad” (Ex 13,4). 

Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? ¿Qué hará Dios con quienes no desean el agua de su fuente ni quieren gustar sus amores? Nada que no tenga que ver con el amor, porque el Padre, revelado por Jesús, es incomparablemente bueno, solo sabe amar. Por mucho que vayamos contra Él, siempre se acerca a nosotros con misericordia. “¡Oh Dios de mi alma, qué prisa nos damos a ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos!” (Ex 10,1). ¡Bendito y alabado seas, Señor!, pues “con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos de Adán” (Ex 2,2).  

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Hemos prescindido muchas veces de Jesús, nos hemos tapado los ojos para no verle. Este es nuestro pecado. “Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia” (Ex 8,2). Es hora de escogerle como nuestra piedra angular, como fuente inagotable de alegría. “¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar los pecadores; estos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros. Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia” (Ex 8,3). 

Se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos. Dios sigue abriendo caminos de salvación, pero no bendice un cristianismo estéril. “¡Oh Amor, que me amas más de lo que yo me puedo amar, ni entiendo!” (Ex 17,1). “No me desampares, Señor, porque en Ti espero, no sea confundida mi esperanza” (Ex 17,6). “Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido con darme gracia en el presente y porvenir, para que parezca delante de Vos con vestiduras de bodas, pues si queréis podéis” (Ex 4,1.2).   

                                                                       ¡Feliz Domingo! CIPE – octubre 2014