El 3 de junio de 1963 muere Juan XXIII. Este hombre que dio a la Iglesia universal la esperanza de una vuelta al
evangelio, viene a nuestro encuentro cincuenta años después para animarnos a
enfrentar el momento actual desde el espíritu de las bienaventuranzas. Tomamos
un fragmento de la Encíclica que abrió el Concilio Vaticano II y que resumía
las inquietudes y anhelos del Papa para la Iglesia y el mundo en aquellos
momentos:
3. La
Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá
consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia
tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas mas trágicas de la
historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas
de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. (…) 4.
Todos estos motivos de dolorosa ansiedad que se proponen para suscitar la
reflexión tienden a probar cuán necesaria es la vigilancia y a suscitar el
sentido de la responsabilidad personal de cada uno. La visión de estos males
impresiona sobremanera a algunos espíritus que sólo ven tinieblas a su
alrededor, como si este mundo estuviera totalmente envuelto por ellas. Nos, sin
embargo, preferimos poner toda nuestra firme confianza en el divino Salvador de la
humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por Él redimidos. Mas aún,
siguiendo la recomendación de Jesús cuando nos exhorta a distinguir claramente
los signos de los tiempos (Mt 16,3), Nos creemos vislumbrar, en medio de tantas
tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos
mejores para la Iglesia y la humanidad. Porque las sangrientas guerras que sin
interrupción se han ido sucediendo en nuestro tiempo, las lamentables ruinas espirituales
causadas en todo el mundo por muchas ideologías y las amargas experiencias que
durante tanto tiempo han sufrido los hombres, todo ello está sirviendo de grave
advertencia. El mismo progreso técnico, que ha dado al hombre la posibilidad de
crear instrumentos terribles para preparar su propia destrucción, ha suscitado
no pocos interrogantes angustiosos, lo cual hace que los hombres se sientan
actualmente preocupados para reconocer más fácilmente sus propias limitaciones,
para desear la paz, para comprender mejor la importancia de los valores del
espíritu y para acelerar, finalmente, la trayectoria de la vida social, que la
humanidad con paso incierto parece haber ya iniciado, y que mueve cada vez más
a los individuos, a los diferentes grupos ciudadanos y a las mismas naciones a
colaborar amistosamente y a completarse y perfeccionarse con las ayudas mutuas.
Todo esto hace más fácil y más expedito el apostolado de la Iglesia, pues
muchos que hasta ahora no advirtieron la excelencia de su misión, hoy, enseñados
mas cumplidamente por la experiencia, se sienten dispuestos a aceptar con
prontitud las advertencias de la Iglesia.
(Encíclica Humanae Salutis, inaugurando el Concilio Vaticano
II)