Tanto amó
Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los
que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree
en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en
el nombre del Hijo único de Dios.
La experiencia de la Trinidad es la experiencia de un
Dios compasivo y misericordioso. Si entendemos la misericordia y comprendemos
las implicaciones de la compasión, entendemos y comprendemos la Trinidad: un
Dios que no hace otra cosa que amar su creación y decir bien de ella. Y que no
quiere otra cosa que sus hijos e hijas hagan lo mismo. Hacer la misericordia de
Dios es la tarea de quienes seguimos a Jesús. Pero si por el contrario no
tenemos experiencia de la misericordia que el Dios de Jesús nos enseña, nos
costará trabajo y esfuerzo saber quién
es este Dios trinitario. Y en definitiva, si no sabemos del pobre, de sus
luchas, de su dolor, de su esperanza, no sabemos quién es Dios. Cuanto más
sabemos del pobre, más sabemos de Dios.
Este camino no se improvisa. Tantas veces confundimos
misericordia con asistencialismo o paternalismo. Es difícil discernir cuando
hay intereses que defender. Tantas veces traducimos el mandato de amar como una
proyección y prolongación de nuestro ego. Por eso podemos quedarnos sólo con
esta palabra: Tanto amó Dios al mundo…
es decir, tanto y de tal forma ama Dios, que no es posible más que darse para
que no se pierda nadie, para que a nadie la falte libertad, para que nadie se
sienta humillado o humillada aunque sea por los intentos de buenas y
voluntariosas acciones. Para esto el Espíritu viene en ayuda de nuestra
fragilidad.