sábado, 14 de junio de 2014

QUE NADIE SE PIERDA - Juan 3,16-18



Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

La experiencia de la Trinidad es la experiencia de un Dios compasivo y misericordioso. Si entendemos la misericordia y comprendemos las implicaciones de la compasión, entendemos y comprendemos la Trinidad: un Dios que no hace otra cosa que amar su creación y decir bien de ella. Y que no quiere otra cosa que sus hijos e hijas hagan lo mismo. Hacer la misericordia de Dios es la tarea de quienes seguimos a Jesús. Pero si por el contrario no tenemos experiencia de la misericordia que el Dios de Jesús nos enseña, nos costará  trabajo y esfuerzo saber quién es este Dios trinitario. Y en definitiva, si no sabemos del pobre, de sus luchas, de su dolor, de su esperanza, no sabemos quién es Dios. Cuanto más sabemos del pobre, más sabemos de Dios. 

Este camino no se improvisa. Tantas veces confundimos misericordia con asistencialismo o paternalismo. Es difícil discernir cuando hay intereses que defender. Tantas veces traducimos el mandato de amar como una proyección y prolongación de nuestro ego. Por eso podemos quedarnos sólo con esta palabra: Tanto amó Dios al mundo… es decir, tanto y de tal forma ama Dios, que no es posible más que darse para que no se pierda nadie, para que a nadie la falte libertad, para que nadie se sienta humillado o humillada aunque sea por los intentos de buenas y voluntariosas acciones. Para esto el Espíritu viene en ayuda de nuestra fragilidad.