Hechos de los apóstoles 2,1-11
Al llegar el
día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un
ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se
encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían,
posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a
hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le
sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las
naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron
desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente
sorprendidos preguntaban: "¿No son galileos todos esos que están hablando?
Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre
nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea,
Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la
zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros
judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos
hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua."
No puede ser una
casualidad que gentes muy diferentes entre sí en cultura, en credo religioso,
en sensibilidad, en trayectoria personal o en aficiones lleguen a entrar en
comunión. Con tantas fronteras espaciales, ideológicas, invisibles y visibles,
parece imposible que esto suceda. ¿Cuándo se producen estos milagros?
Precisamente cuando hay un acontecimiento suficientemente denso como para hacer
olvidar las diferencias cotidianas.
Busquemos entonces
esos acontecimientos: ¿El partido de la final de fútbol en el Mundial? Éste puede ser un
acontecimiento que ponga en comunión aunque por mucho que se unan en esa
euforia millones de personas, no puede negarse que lo que lo ha hecho posible
son los medios de comunicación social y una permanente publicidad que ha
conectado con ese anhelo profundo que sólo quiere sacarnos de la rutina
mientras mueve la plata en dirección a los bolsillos de quienes sabemos. ¿Una
catástrofe natural? ¿La caída o desaparición de un político? ¿El asesinato en
masa de un loco? Sentimientos de indignación, confusión, esperanza, bondad y
maldad bailan cada día en nosotros-as… así que a la hora de querer comprender
qué pasó en Pentecostés y sobre todo rastrear en nuestras experiencias para
descubrir esa misma acción hoy en la humanidad, se convierte en una tarea muy
muy complicada.
Parece ser que las
personas que experimentaron la fuerza del Espíritu de Jesús estaban en una situación
de colapso. No se habían movido “del mismo lugar”. Ahí permanecían encerrados y
encerradas en su experiencia de dolor, pánico, indignación, amenaza… dándole
vueltas a la muerte del Amigo. De repente - un de repente que pudieron ser
años- la llamarada, el viento recio,
los aleja de ese estado de postración,
saca a la gente temerosa del lugar del miedo y la lanza al diálogo con sus
semejantes, aunque esos semejantes sean precisamente los que antes fueron
vistos como distintos o excluidos: en lengua, en credo, en sensibilidad, en
tradición cultural o en ideología…
Y esa salida se convierte entonces en la
posibilidad de comunión y de una nueva comprensión sobre lo que ha ocurrido… y
entonces venga la valentía y se llenen de alivio y alegría y desde esa
libertad puedan decir con verdad qué es
lo que ha pasado y quiénes son los responsables.
Hoy necesitamos
mucho esa “salida”, ese empujón quizás, que nos lance al diálogo con quienes percibimos
como distintos-as para abrir los ojos y ver realmente dónde están las verdades
y las mentiras de lo que sucede y perdamos el temor a denunciar y construir otra cosa bien distinta en este
mundo: una economía solidaria, una política realmente democrática, unas
relaciones sociales equitativas, una justicia real, sin pensar que eso no me
toca a mí. Así quizás Pentecostés nos fortalezca para actuar sabiendo que era
cierto eso que decía alguien: no digas por quién doblan las campanas, doblan
por ti.