“Permanezcan en mí
y yo en ustedes” (Jn 15, 4)
Esta frase del evangelio
de San Juan puesta en boca de Jesús cuando se encuentra compartiendo con sus
discípulas y discípulos después de la última cena, es una frase tajante y
contundente. Sin duda impresionó a quienes estaban ahí y la escucharon.
El deseo de Jesús es que
estemos unidos a él íntimamente. Para eso le ha resucitado el Padre, para que
esté vivo entre nosotros y estamos vivo podamos estar unidos a Él. Como las
ramas están unidas a la planta.
No puede existir una
imagen que hable de una unidad más fuerte y necesaria: si la rama se separa de
la planta, simplemente se muere; si permanece unida a ella, tendrá vida y dará
los frutos que de ella se esperan.
Por las venas de todo/a bautizado/a
debiera de correr la savia del Resucitado y los frutos que debieran producir
tendrían que ser frutos de vida, de paz, de esperanza, de respeto y
consideración a todas las personas, de manera particular a las más frágiles,
débiles, vulnerables. La vida del Resucitado mientras caminaba por Galilea fue
eso: compasión con los más débiles en todo sentido: social, económico,
religioso y moral.
¿Cómo cultivar esa
relación íntima con Jesús? Una de las formas más importante es la oración
personal; es recoger los sentidos y tomar conciencia de que dentro de
nosotros/as vive el Resucitado, de que a él le podemos contar todas nuestras
preocupaciones, nuestras alegrías, ilusiones, esperanzas… y ¿por qué no?
nuestras decepciones y tristezas. Él nos va a dar la energía suficiente para
llevar con buen ánimo las dificultades de la vida, porque él es “el camino, la verdad y la vida”.
Todo lo que podemos decir
de nuestra relación íntima y personal con el Resucitado lo podemos decir
respecto a cada comunidad. Cada comunidad cristiana, esté ubicada en un recinto
del campo o en un barrio de la ciudad es como la vida, es una planta, pues su
centro es Jesús Resucitado y vivo en medio de los que se reúnen: “Donde dos o más se reúnen en mi nombre, ahí
en medio estoy yo.” dice el Señor (Mt
18, 20).
Cada miembro de la
comunidad es una de las ramas, uno de los sarmientos y recibe la fuerza del
Resucitado cada vez que se reúne en la comunidad. Quien se separa de la
comunidad se seca como aquella rama que se muere; mientras que quien se
mantiene unido/a a la comunidad se mantiene unido/a a Jesús y da mucho fruto;
un fruto que es agradable al Padre, al Dios de la vida porque de la comunidad
no pueden salir sino frutos de respeto, de estima, de valoración de los demás,
de cuidado de la vida y vida digna. Los obispos reunidos en Aparecida
recuerdan: “Medellín reconoció en las
comunidades eclesiales de base la célula inicial de estructuración eclesial y
foco de fe y evangelización” (DA 178) y (Medellín 15).
Las comunidades
cristianas tienen a la Palabra de Dios como fuente de su espiritualidad (DA 179) y fundamentalmente el Evangelio
de Jesús que les reúne bajo la guía del Animador de la Comunidad cuando no
pueden contar con la presencia del sacerdote para tener la Eucaristía. Cumplen
de esta manera lo que Jesús les dejó dicho a sus discípulos/as: “Si permanecen en mí y mis palabras
permanecen en ustedes…” (Jn 15, 7).
Los/as cristianos/as que
se reúnen dominicalmente al calor del Evangelio de Jesús en las múltiples
comunidades cristianas utilizan el tesoro más grande que los cristianos
tenemos: el evangelio que contiene lo que Jesús dijo y lo que hizo. Saben muy
bien que es verdad lo que Jesús dijo: “Sin
mí no pueden hacer nada” (Jn 15, 5).
Señor Jesús, concédenos
amar la comunidad cristiana y respetarla como mediación de tu misma persona, de
tu presencia de Resucitado. Amén.