Cuando no se pueden decir las causas de ciertos acontecimientos,
oscuridades o males suele afirmarse: "hay una mano negra". La
expresión podría parecer un tanto discriminatoria y racista, porque bien
visto, las manos blancas han sido las causantes en la historia de atropellos
innombrables. Así que podemos decir que hay manos blancas, negras, rojas o
amarillas que pueden hacer bien y hay manos blancas, negras, rojas y amarillas
que hacen mal.
No obstante, sería ingenuo y casi culpable afirmar que hay lugares en los que
el mal no puede entrar. Serían aquellos lugares sagrados "libres de
mal", serían quizás aquellas personas investidas de autoridad sagrada. La
experiencia y las evidencias nos dicen todo lo contrario: que en nombre de lo
sagrado se pueden no sólo cometer las mayores tropelías, sino que también se
puede utilizar lo sagrado para bendecirlas o para lanzar la piedra y esconder
la mano.
Esas personas no actúan de frente, no se mezclan con la gente, no dan la
cara. Difícilmente experimentan compunción por el sufrimiento, se limitan a
expresar medias verdades “eternas” que
no viven. Se resguardan en la ley: ¡Así dice el Derecho Canónico! El mal hacer
tiene consecuencias, venga de donde venga. Pero es más doloroso cuando llega
camuflado con un revestimiento religioso.
Nos preguntamos ahora: ¿Qué consecuencias ha provocado el autoritarismo en
nuestra iglesia de Sucumbíos? Esa falta de respeto por los procesos ha generado
dos tipos de conciencia: una lúcida, que se pregunta por qué y para qué, y
quiere buscar la voluntad de Dios en medio de esta situación; la otra acrítica
e interesada, niega la lucidez y busca sacar partido personal: ahora es el
momento de sacar partido de todo esto, pues… en río revuelto… ya se sabe.
Podrían estar en juego dos modelos de Iglesia, desde luego. Podrían estar
en juego dos formas de entender y vivir la piedad y la espiritualidad. Pero en
el fondo, en la raíz última de todo, encontramos una violencia sistemática y un
intento planificado de eliminar el papel profético de los pobres. Porque los
pobres no molestan cuando están en silencio. No molesta la invisibilidad,
porque permite hacer y deshacer; permite incluso la compasión fácil y las
actitudes paternalistas. Pero si los pobres tienen voz y palabra, significa que
otros que no son pobres y detentan el poder, tendrán que mezclarse con ellos y
ellas, y además deberán compartir lugares y espacios de decisión y de misión.
La utopía de Jesús rompe las fronteras creadas por el poder religioso.
Algo de esto es lo que se vive en Sucumbíos, donde, con muchas
limitaciones, se pretende actualizar esta utopía. Es ésta – la Iglesia de San
Miguel de Sucumbíos - una iglesia
pequeña, alejada del centro, sin aparente interés para los que pretenden el
poder. Pero es una iglesia donde se vive el milagro. El milagro de que los
pobres han creído a Jesús, que les dice que tienen dignidad de hijos e hijas de
Dios. Los pobres han recordado la promesa de Jesús: “el que crea en mí hará las mismas obras que yo hago y, como ahora voy
al Padre, las hará aún mayores” (Jn 14,12), y la otra: “…y les dio poder para expulsar demonios” (Mc
3,15). Y eso ha dejado perplejos a quienes
minusvaloraron al Espíritu de Dios que actúa donde y cuando quiere.
La categoría pobres en la Iglesia de San Miguel de Sucumbíos acoge a
muchas personas y estas personas son, entre otras: catequistas, ministerios o
personas comprometidas en organizaciones sociales. Estas personas, que en su
mayor parte han soportado el sufrimiento de manera casi continua en sus vidas,
se han armado de valor, han creído en su dignidad de hijos e hijas de Dios y no
les ha importado formar parte de esa "nube de testigos" que han
lavado sus mantos en la sangre del Cordero. Son mujeres y varones, son
campesinos y gente de ciudad, son indígenas y negras. La diversidad es componente
esencial de Pentecostés, si la Iglesia de comunidades desaparece, Pentecostés
estaría más lejos de la vida de la Iglesia, hace mal a la misma Iglesia en su
conjunto.
“No con la
fuerza, ni la violencia (el poder)… es como el mundo (y la Iglesia) cambiará”. Es una tentación fácil, pero no deja de ser una esperanza engañosa.
Preferimos agarrarnos a los pobres como gestores del cambio en el mundo. Los pobres actualmente son más. ¿Qué sería de
nuestra Iglesia si la presidiera y encaminara una colosal masa de pobres,
excluidos, desterrados y desheredados? ¿Qué sería de nuestra Iglesia si se desnudara
de todo vestigio de poder? ¿si varones, mujeres, esclavos y libres fueran una
misma voz? Acabaríamos con todo tipo de violencia y el Reino estaría más
cerca.