Jesús, el Señor, y
Jesús, el amigo del Señor.
Los dos, unidos en
un abrazo crucificado.
El Reino como
horizonte.
En ese icono se
centra la mirada.
Jesús, el Señor,
sosteniendo el cuerpo roto, entrañable, del misionero.
Alrededor, gente que
sabe llorar, sí, y creer, sí.
Alrededor, amigos y
amigas de todo continente.
Alrededor, manos que
tocan con cariño el cuerpo herido.
Se oye el ruido:
¿Por qué seguir molestando al Maestro?
¡Ya está! ¡Es el
final!
¿Cómo que por qué?
¿Qué final?
¡Esta es la hora!
Aquí comienza la
esperanza.
¡Sucumbíos!
¿Y qué pasa cuando
la fe no cura?
¡Nada está perdido!
Es entonces cuando
la fe adquiere más sentido.
¡Sucumbíos!La mies
es mucha. Hay
mucha tarea por delante.
El arroyo se hace
mar.
Más vivo que nunca,
más libre, más presente.
Sale del silencio a
preguntar a los que miran:
¿Qué les pasa?
Además de la cara, ¿cuál es su problema?
Jesús es el Señor, y
el otro Jesús, el discípulo, le sigue.
Quien mira, aprende
a creer.
Deja fuera la
desesperanza.
Y se funde con los
dos Jesús en el abrazo.