Intervención del Sr. José Tonello
en la Sesión Solemne por conmemorar
los 25 años
de muerte de Mons. Alejandro Labaka y la Hna. Inés Arango
Coca, 21 de julio de 2012
Antes de entrar en la reflexión en torno a la vida
de Mons. Alejandro Labaka y de la hermana Inés Arango que le acompañó en su
último viaje y en su muerte, permítanme recordar en estos días que hemos
celebrado la fiesta de la Virgen del Carmen, a dos hermanos Carmelitas Descalzos
enamorados de la Amazonía Ecuatoriana: a
Mons. Gonzalo López Marañón, obispo emérito del vecino Vicariato de Sucumbíos,
quien compartió con Mons. Alejandro muchas de las visiones pastorales y de las
denuncias sobre los abusos contra los
derechos humanos de las gentes del
nororiente, que tuvo una visión similar del servicio y misión de la Iglesia
y una misma esperanza en el futuro de la Amazonía; Mons. Gonzalo también ha
tenido que sufrir su propio calvario; y a P. Jesús Arroyo, misionero carmelita
que nos ha dejado de forma trágica en estos días. Son personas que, sin duda,
están hoy día muy cerca del corazón de Mons. Alejandro. Recordemos también que la Iglesia está siendo
fecundada por la sangre de nuevos mártires, como sucede en estos mismos días en
Nigeria.
¿Qué podemos decir hoy sobre Mons. Alejandro 25 años
desde su muerte? ¿Qué nos dice una mujer, Sor Inés, que con su muerte proyecta
la luz de la santidad sobre toda su vida de entrega y búsqueda de los últimos?
¿De donde o mejor dicho de Quién sacaron fuerzas y valor Alejandro e Inés para
enfrentar un viaje con la conciencia que la posibilidad de morir era real? ¿Cuales
son sus mensajes y testimonios, que, un cuarto de siglo después, nos siguen
interpelando y convocando al seguimiento de Jesús, el Señor, sin reservas ní
medias tintas?
Las respuestas a estas preguntas se encuentran en el
concepto que Alejandro e Inés tenían de Dios (su teología) y de la persona
humana (su antropología), que se fundamentan sobre dos puntales muy sencillos:
-
el
amor de Dios: Dios ama a todos, Dios ama siempre, Dios no juzga con los
criterios humanos, Dios no castiga, Dios es padre y espera a sus hijos, Dios se
vale de las personas humanas para expresar su bondad, Dios no hace diferencias
entre las personas y, si por alguien tiene preferencia, es por los últimos;
este es el Dios que Jesús nos ha hecho conocer;
-
la
dignidad de las personas: independientemente de su condición socio-económica,
étnica, religiosa, de género y de edad, cada persona, por ser hija de Dios, sea
este Padre conocido y aceptado o desconocido, tiene dentro de si semillas de
bondad, generosidad, solidaridad, justicia, amor, creatividad e infinito.
Manifestar la verdadera esencia del Dios Amor, que
actúa en su vida de los hombres y mujeres que buscan el bien, es tarea de los
misioneros y misioneras. En este sentido
todos los creyentes, clérigos, religiosos/as y laicos/as, tenemos la misma misión.
La voluntad de dar testimonio del amor de Dios y el
esfuerzo por contribuir a la construcción de su Reino aquí en la tierra son
importantes claves de lectura de vidas tan intensas como las de Alejandro e
Inés.
Quiero presentar un pequeño testimonio y unas
reflexiones sobre la vida, muerte y encuentro con el Señor de este obispo Capuchino
y de esta religiosa Terciaria Capuchina; de este sacerdote vasco, que vivió 67 años,
amigo de todos, especialmente de los más pobres y olvidados, de los pueblos y
nacionalidades indígenas, de los campesinos y de los pobladores de las pequeñas
ciudades de la provincia de Orellana; de esta hermana colombiana que pasó en el
Ecuador los últimos diez de sus 50 años de vida, trabajando en Shushufindi,
Rocafuerte, donde contactó a los Waorani y Coca.
Comienzo con algunos recuerdos personales. De Mons. Alejandro recuerdo sus manos grandes,
campesinas, de trabajador, que acogían y rodeaban las de la persona que se
acercaba, el porte imponente, la sonrisa franca, la mirada despejada y limpia.
Recuerdo la acogida que brindaba sin
reservas a todos quienes nos acercábamos a la casa de la misión, como buen
seguidor del Pobrecito de Asís, San Francisco. Ahora que algunos pastores ponen
el acento en su autoridad y dignidad sacerdotal o episcopal, es importante
decir que Mons. Alejandro, como
sacerdote y como obispo, las ejercía con absoluta naturalidad, sin complicaciones
ni aspavientos, siendo simple y cordialmente bueno, como servidor de los demás.
Recuerdo su sentido de la gratitud: agradecía
siempre a todos, por todo, a veces no se comprendía ní porqué; pero él expresaba
su agradecimiento hasta por un saludo, una sonrisa, una mano tendida y mucho
más por las colaboraciones que recibía.
Recuerdo sus visitas al FEPP de Quito, para tratar
temas de pueblos y culturas, de tierras y territorios, de selva y de aguas, de organizaciones
indígenas y campesinas, de capacitación y asistencia técnica, de producción y
comercialización, de dignidad y libertad.
En los diálogos con él, la preocupación por el bien de las personas
primaba sobre los intereses económicos, lo que a menudo le causó problemas con
las empresas extractivistas.
Recuerdo también que pocos meses antes de su muerte,
cuando ocurrió el terremoto del Reventador de marzo de 1987, nos reunimos para
coordinar acciones de ayuda y asistencia a la población de Orellana, que había
quedado aislada y sufría por la falta de alimentos, la especulación, el olvido
del estado y otras necesidades básicas insatisfechas. Mons. Alejandro quería al
FEPP, la institución a la que represento, y nosotros quisimos también aportar
humildemente nuestro granito de arena para resolver los problemas de las
familias y comunidades de Orellana. Por su apoyo instalamos nuestra oficina
aquí, en Coca, que ha ido creciendo y desde ese tiempo nos hemos sentido en
comunión con el Vicariato de Aguarico.
Ahora hay 24 personas del GSFEPP que trabajan en la provincia de
Orellana.
Obispo de mochila y botas de caucho, caminante de la
selva, no dudaba en empujar la canoa atascada, cuando tocaba, y sintió natural
morir desnudo y presentarse así y herido por múltiples lanzas, como el propio
Cristo, ante el Padre Dios.
Alejandro fue siempre y ante todo misionero,
mensajero de la Buena Nueva y del Reino de Dios. En las lejanas tierras de
China donde estuvo hasta ser expulsado por el régimen comunista y adonde
siempre quiso retornar, en la parroquia de Pifo, donde dejó un recuerdo
imborrable y en Aguarico, donde fue Prefecto Apostólico de la entonces
prefectura entre 1965 y 1970, de nuevo misionero de a pie entre 1970 y 1984,
cuando fue nombrado obispo del Vicariato. Sin la motivación y la práctica de
las virtudes teologales de la fe, de la esperanza y del amor, no puede
entenderse a Alejandro. Sus acciones sociales, su compromiso con las
nacionalidades indígenas minoritarias, su amor por los pobres sólo pueden
entenderse como cumplimiento del mandato del amor a Dios y a los hermanos. Amor a Dios del cual se obtiene la fuerza
para amar a los hermanos y hermanas, aun cuando no es tan fácil amarlos.
La participación en la última sesión (1965) del
Concilio Vaticano II, en el tiempo que era prefecto apostólico, cambió a
Alejandro y eso tuvo una gran importancia para el papel que él jugó en la nueva
situación que iba a vivir la actual provincia de Orellana.
Con el boom del petróleo a inicios de los años 70, Alejandro
tuvo una visión clara del cambio inevitable que venía a impactar de forma
radical en la realidad vivida hasta entonces.
Sabía que la llegada de las compañías y la apertura de las vías, sería seguida por una colonización acelerada
y de destrucción de la selva, que los pueblos indígenas iban a sufrir los
impactos causados por los recién llegados y que estas personas no iban a
encontrar facilidades en la tierra de
esperanza a la que arribaban. Sabía que
el capital financiero y la urgencia de explorar y extraer petróleo y madera se
volverían más importantes que las personas, las culturas, la naturaleza.
Alejandro no se sentó a lamentarse. El y los demás misioneros intentaron que las
familias recién llegadas pudieran encontrar espacios donde vivir con dignidad.
Así se planificó con la gente que iba llegando la formación de poblaciones que
sirvieran de referencia a lo largo de la vía que une Lago Agrio con Coca. De
esta planificación surgieron San Sebastián del Coca, la Joya de los Sachas, San
Pedro de los Cofanes, El Eno, Shushufindi…Iniciativas como las de los Hermanos
de los Hombres para construir proyectos de colonización programados fueron
apoyadas por el Vicariato y Alejandro. Aunque el paso del tiempo hace olvidar
muchas cosas, un número importante de las poblaciones de Orellana y Sucumbíos
deben su origen a la planificación de los misioneros. La misma Coca debe gran
parte de su forma actual al P. Camilo Mújica.
Resulta muy difícil separar las acciones de
Alejandro de las del resto de los misioneros capuchinos, religiosos, religiosas
y laicos/as en esos años. Se trata de un
grupo humano que actúa con un mismo espíritu y una misma visión pastoral. Por eso compartió con la hermana Inés Arango
su pasión por los Waorani.
Pero no era suficiente la planificación de ciudades,
había que organizar a la población y los misioneros apoyaron con fuerza la
formación de organizaciones populares: de campesinos (UCAO, ahora FOCAO), de indígenas
(FCUNAE, ahora FIKAE), de padres de familia, de mujeres, de salud, etc.
Inició con la hermana Inés Ochoa la educación
bilingüe, muchos años antes de que este derecho/deber fuera reconocido por el
Estado. Los cursos para profesores
indígenas, la traducción del Evangelio al kichwa (realizada por el P. Camilo
Mújica), la traducción de los cantos a las lenguas nativas son parte del
trabajo de Alejandro y los misioneros.
La creación de CICAME especializada en temas
amazónicos, especialmente de la
provincia de Orellana, representa un aporte fundamental a la cultura de todo el
Ecuador y también debe su impulso a Alejandro.
Y sobre todo, había que fecundar toda la actividad
con el Espíritu del Evangelio. Hubo y
hay todavía un gran trabajo para la formación de seminaristas, catequistas y
animadores, para la constitución de comunidades cristianas, para el anuncio de
la Buena Nueva, para hacer accesible a todos la Gracia de Dios a través de los
sacramentos.
Con el pasar de los años, Alejandro descubre una
vocación especial, su dedicación a las nacionalidades indígenas minoritarias
presentes en el Vicariato junto con los Kichwas: Siona, Secoya y Waorani. Su
contacto y relación con el grupo Wao de Iniwa, Pawa y Napawue las recoge en su
diario de campo, que está publicado con el título de ”Crónica Huaorani”, donde se cuentan los hechos con una sencillez y
transparencia de lenguaje que, en ocasiones, recuerda la Florecillas de San Francisco.
No nos puede extrañar entonces que, al ser nombrado
obispo en 1984, eligiera en su escudo el lema “Semina Verbi” (Las semillas del Verbo), porque Alejandro descubría,
como lo señala el Concilio Vaticano II, las semillas del Verbo de Dios en las
culturas ancestrales de los pueblos amazónicos y creía que, tan importante y
urgente como bautizar a las personas, era evangelizar la cultura partiendo de
sus propios valores y vivencias. Esto que puede resultar extraño para algunos,
es una muestra de amor y respeto a las culturas, sabiendo que el descubrimiento
de la fe en Cristo es un don de Dios, que llegará a su tiempo.
Para evangelizar mejor aprendió a hablar Wao, a
vestirse/desnudarse como ellos, a alimentarse y servirles con sencillos
trabajos, a convivir y compartir su vida.
De esta conciencia surge su programa “a favor
de los olvidados”, de defensa de los derechos de los pueblos y
nacionalidades, especialmente de los minoritarios. En su programa abogó de
forma permanente por el reconocimiento de sus derechos a un territorio, a
conservar su cultura, idioma y forma de vida, a vivir en su madre selva con el
pleno sentido de lo que ahora se define como Buen Vivir o “Sumak Kawsay”. Sus cartas y reclamos a los gobiernos de turno,
junto con otros hermanos obispos, fueron constantes, de forma oportuna e
inoportuna, en todo tiempo y ocasión, como dice San Pablo.
Mons. Alejandro era consciente de las
contradicciones, del peligro que representaban la incursión de las compañías
petroleras en el territorio de los pueblos no contactados, del riesgo de
exterminio que podrían sufrir. Por eso
se arriesgó. Poco antes de partir a su último viaje a la casa de los Tagaeri,
le dijo a su amigo Mons. Mario Ruiz: “Si
no vamos nosotros, les matan a ellos”. Hay
que ser muy valientes y coherentes para tomar este tipo de decisiones.
Esta pasión de Alejandro e Inés por el pueblo Wao es
la que les llevó a compartir la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La
frase de Alejandro que se ha recogido en el poster de este aniversario le
retrata de cuerpo entero:
“Cristo hace resaltar mi
debilidad para que brille más la fortaleza de su actuar en mis hermanos
waoranis”.
Al igual que Cristo, Alejandro e Inés se anonadaron
hasta el martirio y la muerte.
Me encuentro frecuentemente a pensar en como
enfrentar a la muerte ¿Cómo la enfrentaron Alejandro e Inés, que dijo, antes de
partir por su último viaje: “si muero, muero feliz”? Me sobrecoge el silencio, el aislamiento y la
oración de su última fotografía antes de abordar el helicóptero. ¿Es posible pensar que toda su vida fue una
adecuada preparación para el último momento fatal? ¿El primer golpe de lanza causó más dolor al
cuerpo o al alma de Inés y Alejandro? ¿Se preocuparon por la vida que se iba o
por la misión que se acababa? ¿Cuáles habrán sido sus últimos pensamientos?
“Padre, perdónalos, los Tagaeri son tus hijos”
“Todo está cumplido”
“Jesús, yo también como Tu. ¿Me vas a recibir en tu reino?”.
Y la cálida tierra de la madre selva, que debía ser
defendida al igual que la vida de quienes en ella habitan, fue la cruz sobre la
cual sus cuerpos quedaron clavados por demasiadas lanzas, hasta cuando un
hermano, el P. José Miguel, pudo rescatarlos.
Dejémonos sobrecoger por las imágenes de sus cuerpos lanceados, Cristos
de nuestro tiempo, que podemos ver en el pequeño museo de Alejandro e Inés, a lado
de la Catedral de Coca, donde ahora descansan sus restos mortales).
El martirio es la participación más plena en la
vida, en la muerte y en la resurrección de Jesús.
Hoy nos preguntamos: ¿Fueron fructíferas las muertes
de Alejandro e Inés? Podemos afirmar sin lugar a dudas que sus muertes fueron
un llamado de atención a la conciencia de la sociedad ecuatoriana en su
conjunto e hizo realidad la frase evangélica: “Si el grano de trigo muere, da mucho fruto”.
Se dice que la sangre de los primeros Cristianos,
martirizados por los Romanos, era semilla de nuevos Cristianos. ¿La sangre de los misioneros Alejandro e Inés
es semillas de nuevos misioneros, varones y mujeres, no solo para Coca y la
provincia de Orellana, sino para toda nuestra sociedad, que sufre por la
pérdida de valores espirituales?
El sacrificio de Alejandro e Inés llevó al
reconocimiento de la nacionalidad y el territorio Waorani, de los derechos de
los pueblos ocultos y en aislamiento voluntario y fue una contribución decisiva
para el reconocimiento de los derechos indígenas.
¿Son Alejandro e Inés santos? Aunque se está
postulando su causa de beatificación, es posible que nosotros debamos esperar
todavía para ver a estos mártires elevados de forma oficial a los altares, pero
el pueblo de Dios de Orellana y del Ecuador
hace tiempo que los considera ejemplo y modelo de vida y entrega cristiana.
En 1997 el papa Juan Pablo II los reconoció, junto con muchos otros, como “Testigos de la fe”, por como vivieron y
como murieron.
En la conmemoración del quinto aniversario de la
muerte de Mons. Alejandro Labaka e Inés Arango, el entonces ministro del
interior Raúl Baca Carbo, ante la Conferencia Episcopal Ecuatoriana reunida,
dijo a los obispos y a quienes estábamos presentes: “El día que los políticos y los pastores de la Iglesia aprendamos a
hacer las cosas con el poder del amor, en vez que por el amor al poder, seremos
capaces de cambiar al Ecuador”.
La vida, muerte y resurrección de Alejandro e Inés
siguen cuestionándonos y llenándonos de esperanza. Su ejemplo nos indica que es posible cambiar,
que es necesario cambiar. Pero no hay
cambios verdaderos y durables sin pagar por ellos un costo que, a veces, es la
propia vida.
José Tonello y
Xabier Villaverde
GSFEPP
Coca,
21 de julio de 2012