Lo pequeño ha estado siempre en el
corazón y en la mente de Jesús de Nazaret. Tantas veces ha comparado el Reino
de Dios con lo pequeño: la mostaza, la levadura, la siembra… Pero no sólo lo
pequeño ha estado en su mente, sino también en su manera de mirar y comprender
el misterio de Dios: los pequeños son los preferidos de Dios y son también los portadores de la sabiduría
divina escondida a los grandes. Los pequeños son una señal de lo que Dios
quiere: para ser grande en el Reino de Dios hay que hacerse pequeño. Hay que meterse en ese proceso de
transformación que implica quitarse ostentación, ansias de poder y mando y
ponerse a servir: los jefes de las naciones las oprimen, no sea así entre
ustedes, quien quiera ser mi discípulo, que se haga pequeño y servidor.
Descubrir el valor, la fuerza de lo pequeño y de lo
germinal es una tarea cristiana de todos los tiempos. Mantenerse en la fe de lo
pequeño es negarse a las grandezas por muy bendecidas y justificadas que estén.
También implica vigilar ante la codicia, que carcome los mejores tesoros de
nuestra vida.
Pero hay más. Jesús dice: “No temas, pequeño rebaño,
porque vuestro Padre ha tenido bien en darles el Reino”.
Lo pequeño en Jesús no sólo se refiere a tener unas determinadas
actitudes ante la vida. En realidad, lo pequeño tiene que ver con la esencia
misma de la comunidad cristiana, que es definida por Jesús como “pequeño
rebaño”. No es su amplitud numérica ni su imagen social lo que importa, sino
precisamente esa insignificancia que nace del Espíritu y hace que Dios ofrezca el Reino como regalo. Ese
“pequeño rebaño” será lo que está llamado a ser, si es capaz de vigilar y velar
por aquello que constituye su origen y su riqueza:
a) Convocar
incesantemente a la fiesta universal de la inclusión y,
b) Tener
conciencia de que el mal acecha dentro y evitar los posibles abusos de poder de
los siervos que viendo que el amo tarda, hagan de esa fiesta inclusiva, una
propiedad de violencia y exclusión.
LA TENTACIÓN DEL MIEDO
Pero este pequeño
rebaño no debe tener miedo cuando se encuentre con situaciones que niegan el
deseo y la voluntad de Dios del disfrute compartido y pleno de los bienes y cuando
el mal pueda infiltrarse en las relaciones a través del afán dominio sobre otros
y otras o de llamar al bien mal y al mal bien. El miedo es entonces una
tentación que hay que vencer con la
constancia, la vigilancia y la permanencia. Pero sobre todo con la absoluta
certeza de que Dios ha querido revelar misteriosamente los secretos del Reino a
quienes viven en esta sencillez.
La Iglesia de San Miguel de Sucumbíos es también este
pequeño rebaño germen de Reino que sigue creciendo y dando frutos. Creemos a pesar de todos los pesares que Dios
se manifiesta continuamente en esta pequeña parte de la Iglesia universal a lo
largo y ancho de las pequeñas comunidades. La tenacidad y la permanencia en el
bien, la constancia y la sensatez son llamadas que recibimos para seguir
construyéndonos comunitariamente. Ante las acciones arbitrarias, las intenciones
oscuras, el maltrato, las visiones torcidas y los intentos de aniquilación de
la vida y del tesoro espiritual que nos ha sido dado, Dios no ha dejado de
decirnos esta palabra de aliento: ¡no teman! Pero en correspondencia a ella,
estén vigilantes y no pierdan la pequeñez.
NO PERDER LA PEQUEÑEZ
Una de las
cosas más dramáticas en la historia de la Iglesia en muchos lugares del mundo ha
sido la pérdida de la pequeñez y el alejamiento de quienes son pequeños y nos
salvan. Volver a los orígenes tiene que llevar obligatoriamente a una vuelta a
lo pequeño tal y como Jesús lo entendió y lo amó y una vuelta a los pequeños
como aquellos a quienes el Reino ha sido dado.
En la Iglesia
de Sucumbíos, como en tantos otros lugares, experimentamos durante muchos años
la gracia de ser pequeños junto con la
gracia de vivir con los pequeños y desde ellos. Esa doble dimensión de la pequeñez contiene grandes secretos y es
un auténtico patrimonio, un tesoro espiritual que nunca dejaremos de agradecer
y por el que merece la pena venderlo todo.
Los retos
continúan. Lo pequeño tiene que mimarse y cuidarse para que no se pierda. Los
pequeños requieren constancia, capacidad de autocrítica, flexibilidad y buenas
dosis de humanismo y resistencia.
ü Seguir siendo pequeños frente a la tentación de que
si nos comportarnos como los grandes y potentados y utilizamos sus tácticas y
sus métodos, tendremos mejores y más seguros frutos.
ü Seguir el camino de lo pequeño
y de los pequeños
para descubrir fuentes de vida en medio de un mundo permanentemente amenazado
de destrucción por el propio ser humano.
ü Seguir creyendo que la
pequeñez
tiene abundantes semillas de futuro. No en lo que aparece, no en lo que se
presenta como exitoso, no en la rivalidad y en una búsqueda ciega y prepotente.
ü Seguir apostando por las
pequeñas iniciativas evangelizadoras que dan y nos dan vida: encuentros de
ministerios, talleres, celebraciones en torno a la Palabra, contacto con las
personas, visitas familiares, acogida incondicional, generosidad en medio de
las dificultades cotidianas…
ü Seguir creyendo que la luz y
la verdad se van abriendo camino a través de nuestras pequeñas miradas
compartidas
y aportes
sobre nuestro proyecto de Iglesia en la Asamblea Diocesana. En una
participación honesta y libre de cinismo hay más signos y señales del Espíritu
que en la ausencia de participación, en la toma de decisiones por unos pocos y en la
falta de implicación en la vida de esta Iglesia.
ü Seguir confiando en la gran
fuerza que tiene lo pequeño para generar grandes cambios intra-eclesiales y aportar a esos cambios
nuestra verdad humilde. Seguir
entendiéndonos en la práctica en corresponsabilidad con los destinos del mundo
y de la Iglesia. Nada de lo humano y nada de lo que le pase a la Iglesia
queremos que nos sea ajeno.
ü Seguir encontrando en los más
pequeños la
cercanía y el amor de Dios por la humanidad y las fuentes de nuestra propia
renovación.
Hoy es un buen día para dar gracias, quitar temores y
seguir caminando.