Jn 20,1-9
Ahí estaba la piedra de la tumba como una frontera que impide
la vida. Ahí estaba el desconcierto de la muerte de Jesús, los interrogantes y
las incertidumbres.
Pero el grupo de las mujeres que han estado hasta el final, no
pueden olvidar. Tienen que volver al sepulcro. María de Magdala es una de
ellas. Va de madrugada, cuando todavía no se puede ver, con su pena, con su
dolor, con sus preguntas. No está la losa. Tiene que salir corriendo, transmite
la experiencia a la comunidad de discípulos. Éstos también van al lugar de la
muerte y cuando entran en el sepulcro, empiezan a entender la Escritura: que él
había de resucitar entre los muertos.
Esta experiencia pascual es nuestra experiencia tantas veces.
La piedra que limita la vida es muy cotidiana y está hecha de dificultades, de
una fe acartonada y limitada cierta piedad o a cierto cumplimiento. Pocos son
quienes se atreven a ahondar la vida, a pararse delante de ella y hacer
búsquedas que no intenten simplemente ser una respuesta reaccionaria a lo que
viene de fuera, impuesto, violento o normativo.
Parece que Jesús Resucitado se hace presente en esa búsqueda
permanente de la vida. La muerte no tiene la última palabra. Por eso, las
mujeres son un signo: pero no son creídas por sus compañeros de camino. Éste es
su drama. Y también el de las mujeres en la Iglesia: sus experiencias
espirituales no son creídas en la medida que salen de lo “normal”, de lo que sí
es camino transitado por los varones, quienes dan el “nihil obstat”. Pero Dios
se sale de estos esquemas de varón y mujer, libre o esclavo, judío o griego.
Ésa fue la experiencia genuina que Pablo de Tarso no dejó de gritar cuando se
encontró con Jesús. Y ésta es nuestra experiencia tantas veces cuando nos
atrevemos a atravesar el umbral de tanta muerte y seguimos sosteniendo a pesar
de las evidencias y de las persecuciones, la vida que emerge de las comunidades
cristianas.