Raúl Lugo |
Hace algunos años, el teólogo español José María Castillo ofreció una serie de conferencias con el tema «Iglesia y Democracia».
En una de las exposiciones se explayó por más de media hora en tratar
de explicar los rumbos que ha tomado la administración del poder dentro
de la iglesia.
No es un tema menor. La organización de la estructura
de la Iglesia es un tema fundamental para entender cómo funcionan
muchos asuntos que podrían ser de otra manera. La estructura
eclesiástica ha variado a lo largo de la historia. Este tema, hoy más
que nunca un tema incómodo ante la pujanza del llamado «pensamiento único»
dentro de la iglesia, es un asunto del que no sólo podemos hablar sino
que, en mi opinión, tenemos que hablar, porque de ello depende que
podamos cambiar la percepción, cada vez más extendida, de que la iglesia
institución aparece en nuestros días como sustancialmente infiel al
mensaje de Jesús.
Recordando los principales hitos de la charla del P.
Castillo, hay que distinguir al menos tres períodos organizativos
previos al Vaticano II. A riesgo de simplificar, me referiré brevemente a
ellos.
Régimen democrático
En los orígenes y en los tres primeros siglos, el
movimiento de los cristianos y cristianas se conformó en una estructura
compleja, pero de carácter fundamentalmente democrático. Democracia, no
en el sentido en que usamos hoy la palabra, en que el pueblo, sujeto del
poder, lo delega mediante unas elecciones en unos dirigentes. Pero sí
puede decirse, sobran los ejemplos en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, en que la forma de ejercer el poder estaba lejos de todo
autoritarismo.
Para designarse a sí mismos, los primeros cristianos y cristianas cambiaron el nombre de Nazarenos por el de «ecclesía», una palabra profana cuyo significado era «la asamblea de los ciudadanos libres que democráticamente ejercían su cuota de responsabilidad en el gobierno de la ciudad».
Y así funcionó. La elección del sustituto de Judas, la elección de los
siete diáconos y la resolución del conflicto de la aceptación de los
paganos en la comunidad cristiana son solamente algunos ejemplos de
cómo, a través de complejos mecanismos, los asuntos de importancia de
decidían entre todos. Más tarde, tenemos ejemplos documentales que
muestran que se elegía a los Obispos por aclamación o «votando a mano alzada». La Iglesia se concebía cómo una gran comunidad formada por pequeñas comunidades, cada una con su autonomía propia.
Régimen sinodal
A partir del siglo IV comienza en la iglesia un
régimen sinodal. Eran los sínodos locales los que decidían. En los
sínodos se discutían los problemas, se elegían a los Obispos y, con
frecuencia, se deponían si no eran considerados verdaderos apóstoles. El
Obispo de Roma tenía la misión de unión de toda la Iglesia e intervenir
en los conflictos que no se podían resolver en los sínodos. Los sínodos
tenían poder para rechazar cuestiones que venían del Obispo de Roma. En
cuestiones más importantes se reunían varios sínodos. El Concilio se le
consideraba por encima de todos los Sínodos y del Obispo de Roma.
Hay testimonio documental de que san Cipriano, en uno de sus sínodos, afirmó:
«El pueblo tiene poder por derecho divino para elegir
a sus obispos, el pueblo tiene poder por derecho divino para deponer a
sus obispos si no son considerados dignos y, en el caso concreto, el
pueblo ha decidido que no vale la decisión tomada por nuestro colega
Esteban (Obispo de Roma) porque cree que ha actuado mal informado».
San Gregorio, Obispo de Roma, recibió una carta de un colega obispo en la que le llamaba «papa universal». Contestó en estos términos:
«Le ruego a su dulcísima beatitud que no me vuelva a
llamar “papa universal”, porque eso es un título de vanidad y yo no
quiero estar por encima de los demás ni en títulos, ni en privilegios,
sino que quiero estar al servicio incondicional de todos mis hermanos
obispos».
Régimen dictatorial
En el siglo XI se produce un gran cambio, el giro
decisivo. Gregorio VII se autodefine Vicario de Cristo y en sus 27
proposiciones del «Dictatus Papae» presenta un régimen
dictatorial en el que todos los poderes y de forma plena (poder
legislativo, judicial y punitivo) y universal (para todos los seres
humanos) se centran en la Iglesia en un solo hombre, el Papa. Es
probable que lo haya hecho con la buena voluntad de liberar a la iglesia
de la situación se sujeción a la que había llegado frente a los señores
feudales, auténticos rufianes la gran mayoría de ellos, quienes en la
práctica terminaron arrogándose la elección de los obispos.
Con Inocencio III este modelo organizativo llegó al
extremo de considerar al Papa con la suprema potestad sobre todas las
personas, es decir, la autoridad máxima del mundo. De forma que en su
nombre se elegían y deponían emperadores, se facilitaba bulas papales
que legitimaban a los reyes europeos para la conquista y el saqueo de
África y América, para hacer esclavos a millones de personas, para
fundar la Inquisición, etc. Son impresionantes y aterradoras las bulas
papales que concedieron, entre otros, Nicolás V, Alejandro VI, León X,
Pablo III. En este período se vivió en la Iglesia los acontecimientos
más traumáticos y vergonzantes de su Historia.
Aunque de entonces hasta nuestros días las cosas han
ido cambiando en esta forma de utilizar los papas su poder, la
organización no ha variado sustancialmente. La estructura eclesial sigue
hoy organizada en dos grupos: la jerarquía (el Papa, Obispos,
presbíteros y diáconos) y el pueblo, al que se ha llamado laicado
(laicos y laicas).
Estos dos grupos fueron definidos por el Papa san Pío X, en su encíclica «Vehementer Noster», con estas palabras:
«En la sola jerarquía reside el derecho y la
autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros de la
iglesia hacia el bien común. En cuanto a la multitud (los laicos) no
tiene otro derecho que el de dejarse conducir dócilmente y seguir a sus
pastores».
La renovación del Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano II quiso una Iglesia, comunidad
de comunidades, en la que todos sean y se sientan responsables, porque
pueden participar desde su pequeña comunidad en lo que se piensa, se
dice y se decide. Una iglesia que todos por igual sienten y viven como
propia, como algo que les concierne vivamente y con la que se sienten
comprometidos. Una iglesia en la que el clero no acapara y menos
monopoliza el poder de pensar, de decir y de decidir.
Es parte de la esencia de la renovación conciliar que
en la comunidad no haya nadie que se sienta por encima de otros, unos
que manden y otros que obedezcan. El Concilio proclamó que todos somos
por igual sacerdotes, profetas y reyes, con la misma dignidad de hijos e
hijas de Dios y la misma misión de establecer y extender el Reino de
Dios en el mundo. Hay, sí, ministerios diferentes. Tendrá que haber
siempre, como en todo grupo humano, quien oriente, guíe, coordine,
presida… pero siempre desde una actitud de servicio a la comunidad,
nunca jamás, bajo ningún concepto, como el que ordena y manda.
El vuelco conciliar, sin embargo, no ha alcanzado a
permear las estructuras ni los modelos organizativos de la iglesia. La
tendencia dictatorial no se expresa abiertamente, pero se sigue
practicando. La Iglesia sigue estando formada por dos grupos de
personas: una minoría, que ostenta el poder, y los otros, los más, que
si quieren estar en la Iglesia, se tienen que someter a los que tienen
el poder.
Las estructuras que deberían favorecer la comunión
terminan teniendo un valor meramente consultivo. La última palabra la
sigue teniendo en cada grupo el párroco, el obispo, el superior
religioso, el Papa. Y en la cumbre de esta pirámide, la autoridad plena y
universal, de la que depende todo en la Iglesia, sigue centrada en un
solo hombre: el Papa.
El Código de Derecho Canónico, renovado
después del Concilio en tiempos del Papa Juan Pablo II, sigue
manteniendo una estructura de poder centrada de forma plena y absoluta
en un solo hombre. El texto del más importante cuerpo legislativo de la
iglesia católica sigue afirmando que el Papa «tiene una potestad plena (legislativa, judicial y punitiva) inmediata y universal», que además «puede ejercerla siempre libremente» y ante la que la que «no cabe apelación ni recurso alguno», cuyas decisiones «no pueden ser juzgadas por nadie», sin que «haya autoridad alguna a la que tenga que someterse, ni ante la cual tenga que dar cuenta»…
Pienso que en la Iglesia habrá más libertad, no en la
medida en la que los que la dirigen y gobiernan nos vayan concediendo
parcelas de decisión en asuntos concretos, sino en cuanto los cristianos
seamos capaces de vivir en la libertad de las hijas e hijos de Dios y
obrar en consecuencia. No hemos entendido lo más nuclear del Concilio (y
menos del evangelio) cuando aceptamos sin más que los que entienden y
saben de Dios y los que tienen capacidad de tomar decisiones en
cuestiones de iglesia son solamente los Obispos y los sacerdotes, y que
los laicos y laicas lo que tienen que hacer es aprender, aceptar,
obedecer y cumplir.
En la iglesia todo poder que no sirve para asegurar
el respeto a las personas, los derechos humanos de las personas, la
dignidad de cualquier persona, no es un poder que emane del evangelio.
En el tema del poder, ha de haber en la iglesia un principio
incuestionable: ninguna autoridad tiene poder ni autoridad para mandar
cosa alguna que esté en contra del mensaje de Jesús. Nadie tiene en la
iglesia poder ni autoridad para mandar o disponer nada que esté en
contra del Evangelio.
Cuando los grandes ideales, las grandes palabras, los
grandes relatos y las utopías se hunden, arrasados por el huracán de la
globalización y por la postmodernidad, se hace más apremiante que nunca
la presencia, en la sociedad y en la Iglesia, de personas que digan
algo distinto, radicalmente distinto, de las consignas que nos dicta a
todas horas el «pensamiento único», esa forma de ver la vida que lo ha
reducido todo a mercancía, bienestar y satisfacción plena, sin otro
horizonte que la garantía de estar siempre como estamos, con tal de no
salirse de lo establecido, resignadamente acomodados al sistema que se
nos ha impuesto.
Raúl Lugo