Marcos 9, 38-43. 45. 47-48
Una de las cuestiones que más nos afectan y nos
afean en el mundo actual es el tema de las fronteras. Fronteras físicas que se
justifican en todos los Estados y de múltiples formas. La gente nos “hemos
acostumbrado” a esas situaciones donde
atravesar fronteras sin determinados papeles o requisitos “ilegaliza” y
“criminaliza”. Tu carta de presentación es un documento, también lo es en
muchos casos el aspecto físico. Determinadas características personales son
sospechosas en aeropuertos o controles policiales.
¿Qué tiene que ver esto con Jesús de Nazaret? Este
ser humano indagó profundamente en la condición humana y en la realidad. Y le
presentan el caso de alguien que hace lo que él hace pero no está con Él.
Cualquier persona se pone en guardia, le entra la curiosidad o establece un
debate. Sin embargo, Jesús rompe las fronteras mentales producto de la
inseguridad y los temores. Su libertad le lleva a alegrarse por quienes como Él
hacen lo que Él hace. Dedicarse a echar demonios es una tarea tan necesaria,
tan inusual y al mismo tiempo tan urgente, que es necesario acoger el bien de
donde venga y de quien venga. La
respuesta es sabia e introduce un modo
de actuar en la comunidad de discípulos-as basado en la libertad y la falta de temores,
en la acogida incondicional de lo bueno sin mirar si eso bueno de otros va a
significar o no un prosélito más, un seguidor más, es decir, sin mirar si se
aumentan o se disminuyen el número de los creyentes, que otorgaría nuevas
seguridades.
Ese modo de pensar, sentir y actuar de Jesús es un
permanente reto en la Iglesia. Las fronteras ya sean culturales, mentales,
ideológicas o de fe, debieran ser las mínimas para que el bien discurra sin
dificultad en el mundo. El bien no debe contenerse ni posponerse. El bien debe
ser una fuerza incontenible y creativa y hacer que ese bien brote en todos los
lugares es la tarea fundamental de quienes nos llamamos seguidores-as de Jesús.
Si miramos la realidad, y si no tenemos miedo a
reconocer la evidencia, nos queda mucho por recorrer. Si miramos el mundo como
lo quiere Dios, la preocupación por combatir el mal a fuerza de bien ocuparía nuestro pensamiento
y nuestras acciones. Las energías perdidas en pensamientos y preocupaciones por
el futuro se canalizarían en una energía total para el bien. Entonces, las
fronteras que parecen evidentes y a las que nos hemos acostumbrado, sean
políticas, económicas, culturales o religiosas, empezarían primero a ser
cuestionadas y después derrocadas por inservibles. Por ahora, detectemos como
Jesús a quienes en su nombre luchan contra lo malo y hagamos con ellos y ellas
comunión y fiesta.