lunes, 3 de diciembre de 2012

CARTA PASTORAL DEL COMITÉ PERMANENTE DE LA CECH (1/7)

(En momentos en que la Iglesia ha venido perdiendo credibilidad y confianza en nuestros pueblos, es bonito escuchar estas palabras de nuestros hermanos Obispos de Chile, asumiendo su parte de culpa e invitando a una conversión profunda. Nos unimos a la acogida que le han brindado algunas organizaciones laicales chilenas y con ellas manifestamos: “Creemos que esta Carta abre una nueva etapa en la vida de nuestra Iglesia. Los mismos obispos lo reconocen. En efecto, dicen; "A nadie se le oculta que, por nuestras faltas, la iglesia ha perdido credibilidad". Las encuestas así lo demuestran. En 1995 la confianza en la iglesia llegaba al 80%, en 2011 al 38% y en 2012 bajo aún más. Muchos laicos habíamos perdido la esperanza. Había pasado demasiado tiempo. Ojalá que nuestros pastores perseveren en este camino y no surjan voces contradictorias dentro de la misma Conferencia Episcopal”. Y esperamos que este ejemplo sea seguido por las  Conferencias Episcopales de otros países y por toda la Iglesia.)


 
CARTA PASTORAL DEL COMITÉ PERMANENTE DE LA CECH(1/3)
Santiago, 27 de septiembre de 2012
I. INTRODUCCIÓN (*)
Motivos de esta Carta Pastoral
“La fe cristiana no es sólo una doctrina, una sabiduría, un conjunto de normas orales. La fe cristiana es un encuentro real, una relación con Jesucristo. Transmitir la fe significa crear en cada lugar y en cada tiempo las condiciones para que este encuentro entre los hombres y Jesucristo se realice” (1).
En estas palabras se encuentra la motivación fundamental de la presente Carta  Pastoral que el Comité Permanente del Episcopado, en comunión con los Obispos de la Conferencia Episcopal de Chile, dirige a los fieles de la Iglesia Católica y a los hombres y mujeres de buena voluntad.
Como pastores de la Iglesia Católica nos dirigimos, en primer lugar a nuestros hermanos y hermanas en la fe, para invitarles a reflexionar juntos sobre los actuales problemas de nuestra Iglesia y sobre la ineludible misión que todos tenemos de anunciar a Jesucristo en este momento de la historia de Chile (2).
Este mensaje no es para guardarlo entre nosotros. Debemos pedir perdón y al mismo tiempo, como Pedro, quisiéramos decirle a nuestro país: “no tengo oro ni plata, pero lo que tengo te lo doy: en el nombre de Jesucristo, levántate y camina” (3).
Para ser fieles al Evangelio y a nuestra, por una parte, trabajar en una profunda conversión de nosotros mismos y de la Iglesia, que nos lleve a ser testigos de Jesucristo, anunciándolo como “la verdad que no engaña” (Rom 5, 5) y aquel que “esclarece el misterio del hombre” (Cfr. GS 22). Y por otra, escuchar el clamor de nuestro pueblo expresado en los movimientos sociales, contribuyendo así a que se den respuestas adecuadas a sus justas demandas.
Nuestro deseo más sincero es que entre todos podamos dar un testimonio fraternal al pueblo chileno del cual somos parte y con el cual marchamos hacia nuestro destino. Particularmente, quisiéramos ser escuchados por aquellos que pueden haber sido ofendidos por nosotros. Deseamos también presentar el mensaje de Jesús a quienes tienen una mayor responsabilidad en la construcción de la sociedad. Ha sido una tradición de la Iglesia chilena colaborar en el desarrollo de su pueblo. Hace 50 años, en momentos delicados de nuestra historia, los obispos chilenos publicaron dos documentos memorables que fueron un aporte innegable para nuestro progreso como país (4). Ampliamente conocidos son la intervención del Cardenal Raúl Silva Henríquez “El alma de Chile” (5) y su ejemplo en la lucha por la justicia y los derechos humanos. Este mensaje se sitúa dentro de esa tradición. Esperamos que aquellos que se sienten que han sido marginados y excluidos del progreso escuchen nuestra voz como una muestra fraternal de cercanía y preocupación, y como un motivo de esperanza.
A pesar de toda nuestra debilidad no podemos dejar que agradecer a Dios y a tantos hermanos que, muchas veces de modo silencioso, están dando un testimonio impresionante de fidelidad y de servicio.
Casi no hay lugar de dolor, pobreza y exclusión donde no haya hermanas y hermanos nuestros entregando su vida por los demás como lo haría Jesús. Este año celebramos también el 50º aniversario del Concilio Vaticano II. Ese concilio nos exhorta a ser un "instrumento de la unión de los hombres entre sí y con Dios” (6). Nos invita también a interpretar los signos de los tiempos para dar un mensaje que responda a las preguntas que el hombre y la mujer de hoy se hacen. Reafirmando la unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal, creemos que no puede haber un problema genuinamente humano que no nos interese (7). A ello nos ayudará también la celebración del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI.
II. PERDÓN Y CONVERSIÓN: UNA IGLESIA QUE ESCUCHA, ANUNCIA LA PALABRA Y SIRVE
a) Convertirnos y pedir perdón.
A nadie se le oculta que, por nuestras faltas, la Iglesia ha perdido credibilidad. No sin razón algunos han dejado de creernos. Resulta doloroso constatar que se nos ha hecho difícil trasparentar al mundo de hoy el mensaje que hemos recibido. Nuestras propias debilidades y faltas, nuestro retraso en proponer necesarias correcciones, han generado desconcierto. Nos preocupa también que muchos perciban nuestro mensaje actual como una moral de prohibiciones usada en otros tiempos, y que no nos vean proponiéndoles un ideal por el cual valga la pena jugarse la vida. Debemos asumir en este momento el llamado del Señor a una profunda conversión, para que anunciemos su Evangelio de tal manera que seamos creíbles y contribuyamos al desarrollo verdaderamente humano de nuestro país. Un desarrollo compartido con justicia y sin exclusiones.
El llamado a evangelizar la cultura actual (8) nos obliga a entrar nosotros mismos en un profundo proceso interno de evangelización. En este sentido podemos decir que nosotros mismos somos los primeros que debemos ser evangelizados como parte de esta humanidad en marcha. Pero no sólo debemos revisar nuestros comportamientos personales sino también las estructuras de nuestra Iglesia, el modo de ejercer nuestro sacerdocio, las formas de participación, el lugar otorgado a los laicos y en especial a la mujer. Dado el momento en que vivimos, será preciso revisar nuestra predicación y nuestros sistemas educativos para ver qué valores transmitimos.
Tenemos que compartir lo que hemos recibido y ser personas abiertas a la comunidad. Por eso tenemos que aprender a pedir perdón y a perdonar. Siguiendo el ejemplo del Papa Benedicto XVI (9) hemos pedido perdón a quienes hemos ofendido y reiteramos con la más profunda verdad esa petición.
Quienes se han sentido ofendidos pueden ayudarnos a hacer el camino del reencuentro para hacer, desde allí, más transparente el Evangelio.
Se trata, en último término, de amar como Jesús, haciendo en nuestra vida y en nuestra relación con los demás lo que Él espera de cada uno de nosotros.
b) Vivir conforme al Espíritu de Dios.
Para hacer creíble nuestro testimonio debemos vivir hoy conforme al espíritu de Dios. La humildad, la sencilla alegría y la esperanza deberán ser el signo de la presencia del Espíritu. Sólo así seremos testigos de Jesús. Por eso el primero debe hacerse el último y el que manda debe servir (10). La santidad ha de consistir, no tanto en el esfuerzo obsesivo por carecer de faltas, sino en un seguimiento radical de Jesús. Tenemos que meditar con especial atención la Palabra del Señor y poner el centro de nuestra oración en la gratitud a nuestro Dios y en el servicio.
Se hace necesario adecuar nuestras celebraciones litúrgicas y nuestra formas de piedad. Tenemos que recuperar el sentido festivo, comunitario, alegre, sencillo y religioso en nuestras celebraciones. Es esencial revisar el lugar central de la comunidad, que corrija una visión individualista de la fe. La eucaristía nos reúne en una mesa familiar y no hay acto más humano que el compartir en esa mesa. En la celebración de la muerte y resurrección de Jesús se expresa el centro del misterio de nuestra fe.
En una palabra, tenemos que ser testigos del amor de Dios y discípulos de Jesús. Vivir al modo de Jesús. Al testimoniar de esta manera los valores evangélicos, no debemos mostrarnos como dueños de esos valores. Sabemos y nos alegramos que muchos de ellos son compartidos totalmente o en parte por personas de otros credos y por hombres y mujeres que no profesan nuestra fe. Nuestro Dios nos introduce en este mundo donde Él es padre de todos y sigue trabajando y sembrando sus semillas. Hemos de saber encontrar a nuestro Dios presente en todas las personas y en todas las cosas.
Deseamos escuchar con oídos nuevos la Palabra de Dios y creer en ella, viviendo y transmitiendo, en el nombre de Jesús, un proyecto atractivo pero exigente, que fundamente esperanzas y humanice.
Nuestra propia pequeñez y los problemas que hemos tenido no pueden impedirnos anunciar el mensaje del Señor. En estas graves circunstancias, como dice San Pablo: “¡Ay de nosotros si no evangelizamos!” (11).
c) Hacernos auténticos discípulos de Cristo
Por eso debemos volver a Jesús y reencontrarnos vitalmente con Él para hacernos sus verdaderos discípulos, sus seguidores. Esto significa tener sus mismos sentimientos, sus mismos afectos, su misma entrega, sus mismas actitudes ante Dios y ante nuestros semejantes (12). Como Él, debemos hacer nuestra la causa de los pobres, de los más débiles y marginados porque esa es la causa de Dios. De este modo nos aproximaremos a todo lo humano, despojados de todo sentido de poder, superioridad o suficiencia.
Es importante que en nuestras comunidades leamos y comentemos el mensaje que sobre este punto nos entregó la conferencia de obispos latinoamericanos en Aparecida (13). ¡Todos como pueblo de Dios tenemos que hacernos discípulos del Señor! Ahí está nuestra identidad…y nuestra única fuerza.
d) Discernir los signos de los tiempos para anunciar el Evangelio al hombre y la mujer de hoy.
Como personas de fe creemos que el Espíritu de Dios sigue actuando en la historia, lo que nos hace mirar con esperanza el futuro (14). Sabemos que nuestra historia encontrará un día su plenitud en el Señor (15) y que todos, sin exclusiones, estamos invitados a ese encuentro. Por eso, a pesar de los desconciertos que pueden producir los cambios de cultura, y a pesar de nuestra propia debilidad, de nuestros errores y pecados, nos sentimos llamados a discernir el paso de Dios, discernir los signos de los tiempos, asumiendo las grandes oportunidades que este profundo cambio de época nos ofrece.