IV.
EVANGELIZAR LA CULTURA: APORTE CRISTIANO PARA HUMANIZAR Y COMPARTIR EL DESARROLLO
(…)
LO ESENCIAL DE ESTA CARTA QUE
COMPARTIMOS CON USTEDES
Puesta nuestra
mirada en Jesús y en la cultura que organiza aspectos importantes de nuestras
vidas, deseamos señalar algunos puntos que constituyen lo esencial de esta
Carta Pastoral que estamos compartiendo con ustedes. Queremos invitar a Jesús a
nuestra casa, a nuestra patria, para que entre en ella realmente la salvación.
1. Jesús nos ayuda a entender la
dignidad de la Persona Humana
Uno de los
grandes valores que orienta nuestra vida personal y social es la centralidad y dignidad de la persona
humana.
Aunque la
defensa de los derechos humanos ha hecho grandes progresos en nuestro tiempo,
la cultura centrada en lo económico tiende a devaluar a la persona. Esta se
convierte en "capital humano", en "recurso", en parte de un
engranaje productivo educado para producir, competir y tener. Si bien se habla
de la dignidad del ser humano, la cultura actual desatiende el fundamento mismo
de tal dignidad y es incapaz de señalar aquello que en su raíz nos diferencia
de otras especies y que nos hace sagrados.
Ciertamente la
dignidad no se funda sólo en el ejercicio de la razón, porque hay momentos de
la vida -como la infancia tierna o la vejez extrema- en que el ejercicio de la
razón se ve limitado. Un accidente o una enfermedad pueden privarnos del uso de
ese don. Lo mismo se diga de la libertad. Si bien podemos estar impedidos de
ejercer nuestra razón y nuestra libertad, no perdemos por eso nuestra dignidad.
La vida humana
puede tener semejanzas biológicas con otros seres vivientes, pero tiene una
dignidad que la pone en un lugar privilegiado en el conjunto de la creación.
Es un hecho que
la aparición del cristianismo significó un progreso innegable en el modo de
entender y tratar la vida humana. Para un cristiano, heredero del judaísmo, el
origen de la dignidad del hombre y de la mujer radica en que ellos son imagen
del Dios creador, son sus hijos predilectos, nacidos del amor y para amar. Eso
nos ofrece motivos suficientes para tratar al ser humano con sumo respeto desde
su origen hasta la muerte. Esta dignidad se ve realzada al constatar que Dios
se hizo hombre en Jesús nuestro hermano.
En una cultura
donde se nos valora por las competencias y el dinero, el cristianismo nos
enseña, aunque no siempre hayamos sido fieles a lo que profesamos, a defender
la dignidad humana sin condiciones.
Eso nos obliga a
integrar al marginado, a cuidar del enfermo y a darle valor al desvalido porque
son plenamente seres humanos.
Por eso se nos
invita a tener una proximidad real con el pobre, y proponer un humanismo que no
lo margine, no lo explote, que respete su dignidad y sus derechos. Precisamente
porque el pobre no basa su existencia ni en la riqueza, ni en sus saberes, ni
en sus títulos académicos ni en su abolengo, en él se manifiesta más puramente
la dignidad del ser humano como ser humano.
La visión de la
dignidad humana nos invita también a volvernos respetuosamente hacia nuestros
hermanos de los pueblos originarios de nuestra patria. Ellos son nuestros
hermanos y hermanas que tienen derecho a expresar, desde su perspectiva, el
mensaje de amor, respeto, igualdad y paz que ofrece el Evangelio. Hagamos
nuestras sus demandas justas que exigen reparar siglos de marginación e
injusticia. Seamos cuidadosos para corregir nuestras propias faltas del pasado,
de modo que jamás el cristianismo pueda aparecer como una fe que se les impone
por la fuerza sin respetar sus culturas. El Evangelio debe enriquecerse con sus
mejores tradiciones y procurar encarnarse en ellas como lo haría
Jesucristo.
2. Jesús nos ayuda a darle sentido
profundo a la vida
Uno de los
puntos más delicados de la cultura moderna es que nos ha llenado de medios y
nos ha quitado los fines. Nos ofrece objetivos a corto plazo privándonos de
horizontes que orienten el conjunto de la existencia. Sabemos, sin embargo que
quien no tiene fines pierde la orientación y carece de criterios para
jerarquizar y elegir los medios. Con eso se daña de raíz el ejercicio de
nuestra libertad.
Quien no tiene
fines se llena de medios y puede terminar atrapado como un esclavo de ellos con
una corta mirada. Toda cultura que quiera generar seres libres, sujetos de la
historia, debe proporcionar, en su centro, un fin por el cual valga la pena
jugar la existencia, ordenarla y darle pleno sentido. “Busquen primero el
Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura”, nos
enseñó Jesús.
Por lo anterior,
podemos contribuir a la felicidad del ser humano desde la perspectiva del
Evangelio, aportando una visión que hace posible caminar con horizonte. Esto se
hace particularmente necesario hoy ante una cultura que no quiere plantearse
este problema y nos invita a vivir y gozar solo el presente, encerrándonos en
un drama sin destino.
El ser humano,
que a diferencia de otros vivientes, por su inteligencia puede visualizar el
futuro, experimenta dramáticamente, aunque quiera negarlo, su temporalidad y
sabe que es finito en medio de una añoranza profunda de trascendencia. La
verdad de nuestra finitud en esta tierra está clavada en nuestras entrañas
La cultura
globalizada desgraciadamente no suele dar respuestas a nuestras preguntas
esenciales, las que seguirán germinando siempre desde el fondo de nuestra
humanidad. Cuando tenemos un fin, un sentido, podemos enjugar nuestras lágrimas
sin ocultarlas y sin mentira, darle un sentido al trabajo y superar los
fracasos. Aquel que sabe para qué vive logra ordenar las victorias y las
derrotas, las alegrías y las penas.
El cristianismo
nos enseña la trascendencia del ser humano. Nos ofrece un horizonte que
finalmente nos permite encarar el más ineludible de los obstáculos. La fe
cristiana, basada en la resurrección de Jesucristo, nos hace comprender que al
final está la puerta más importante, aquella que al franquearla nos permitirá
encontrarnos con el rostro de Dios para vivir con Él. Solo allí se develará el
misterio total de nuestra vida. Cuando se produzca ese encuentro, todos los
caminos se encontrarán y adquirirán su pleno sentido.
Sabemos que para
muchos de nuestros contemporáneos nuestra visión no es fácil de aceptar. Sólo
un testimonio honesto y coherente de nuestra parte puede ayudar a nuestros
hermanos a abrirse a un mensaje que responde a los más hondos anhelos humanos.
3. Jesús nos ayuda a remplazar el
individualismo por el amor y la solidaridad
Frente a un
individualismo creciente, Jesús nos enseñó que lo más humano es vivir para los
demás. El resumió y completó todas las Escrituras en un mandamiento nuevo: "ámense
como yo los he amado” (28). Ahí está el secreto de toda vida social plena y
el camino para la felicidad tan añorada. Nos puede asustar el “como”, porque
Jesús nos amó “hasta el extremo”, sin embargo, ese “como” se manifiesta como
camino que lleva a la vida.
Poco a poco
hemos ido confundiendo el concepto de persona con el concepto de individuo. El
individuo es un ser separado de los demás. Por el contrario, la persona es un
ser que vive en relación con los otros (29). Dios y nosotros, que somos su
imagen, somos personas porque vivimos en relación. Vivimos y existimos porque
nos aman y porque amamos.
El confundir el
profundo concepto de la persona con lo que es el individuo ha creado una
sociedad de individuos, donde cada uno compite, busca su éxito y se aísla. Es
una cultura que rompe solidaridades y crea soledad. Vivimos masificados, pero
en una soledad creciente y brutal. La masa es un agregado de individuos
mientras la comunidad es un conjunto de personas que, conservando su
individualidad, se dan unos a otros. Con un individualismo donde cada uno tiene
que triunfar a codazos, se despedaza la esencia social del ser humano.
Si hay algo que
pertenece al núcleo de nuestra fe es la fraternidad, la solidaridad. Somos, por
esencia, sociales y no individualistas, y eso tiene muchas consecuencias, sobre
todo en la educación. Un elemento fundamental de la educación de calidad es
enseñar a vivir con los otros y para los otros. Se suele hablar hoy de los
derechos pero se omite enseñar también los deberes de la persona. En muchos
colegios se hacen públicos los derechos de los niños, y es bueno que se haga,
pero le falta el complemento de los deberes que nos hacen cuidadosos y
respetuosos de los otros.
Tal vez en este
contexto valga recordar de nuevo el papel de la mujer, sus innegables derechos
y sus deberes, y también la importancia de la dimensión femenina en todas las
actividades humanas. Aquí radica uno de los mayores y más valiosos cambios en
nuestra cultura que debemos cuidar y promover.
La mujer en su
verdadera promoción puede ayudarnos, entre otras cosas, a asumir la dimensión
del don y la delicadeza.
Finalmente
merece especial mención, en este punto, la sexualidad que en el ser humano debe
alcanzar su máxima dignidad por ser expresión privilegiada del amor y
manifestación del don total y responsable entre personas. Hombres y mujeres han
de educar esta dimensión para que llegue a su plenitud porque ella no está
totalmente regida por el instinto como en el reino animal. La cultura actual
tiende a convertirla sólo en objeto de satisfacción inmediata quitándole los
compromisos y la estabilidad que le son esenciales. Esto puede generar mucha
soledad y afectar la solidez de las familias. Sin una visión profunda del ser
humano ella puede degradarnos.