V.
ESPECIAL PREOCUPACIÓN POR LA FAMILIA Y LA EDUCACIÓN
No podemos dejar de pensar en la familia que es la primera y más
importante educadora. Los valores fundamentales, el amor incondicional, el
respeto, la solidaridad, el espíritu de servicio originariamente se aprenden y
se ejercitan en el seno de la familia. Ella es el lugar donde germina la fe
profunda en Jesucristo y se hace operante en toda la vida.
Ciertamente los rápidos cambios que se están produciendo conmocionan
todos los aspectos de la vida familiar. Por eso queremos que la Iglesia sea un
apoyo a todas las familias en su insustituible misión de educadoras de la
humanidad. Si queremos un Chile nuevo, más humano y más justo, más solidario,
debemos darle una prioridad a la familia para que viva y transmita los valores
que hemos señalado. Todo el sistema educativo debería apoyar a la familia en su
labor de formación de la persona. Deseamos que nuestras escuelas, colegios y
universidades vivan en un clima de confianza, ya que sólo en una cultura de
auténtica confianza se hace posible educar.
Invitamos a las comunidades educativas a proponer programas que piensen
el contenido de esta Carta y fomenten la cultura de desarrollo integral,
solidario y humano que hemos descrito.
VI.
CONCLUSIÓN
Al terminar esta Carta Pastoral queremos señalar la necesidad de que las
comunidades prosigan esta reflexión para llevarla a la vida en las familias, en
la escuela, en el trabajo, en la parroquia y en los movimientos. También para
que sepamos utilizar correctamente todas las posibilidades que nos ofrecen la
cultura y en particular los modernos medios de comunicación, las redes sociales
y la tecnología. De este modo podremos prestar un servicio a nuestro pueblo.
Nuestra fidelidad a Jesús y nuestro contacto con la cultura actual nos
obligan a ir a la raíz de la fe que profesamos para reconocer y apoyar todo lo
bueno y para superar aquello que no corresponde al Evangelio. La Iglesia debe
resituarse en el mundo con nuevas coordenadas. Esa fe obliga a la Iglesia a
tener una participación activa en asuntos de debate público que interesan a
nuestra sociedad como la acogida a los migrantes, la protección de todos los
que son más vulnerables, la situación en las cárceles, la lucha contra la
discriminación, la defensa y promoción de los derechos humanos, el combate a la
deshumanizante drogadicción, las necesarias reformas a la educación, y en
general los problemas que atañen a la vida social y política. A la Iglesia
corresponde estudiar esos problemas y suscitar su reflexión en la sociedad,
ahondar en su comprensión, confrontarlos a la luz del valor fundamental de la dignidad
de la persona que nos enseña Jesús.
Estamos en un momento muy privilegiado de nuestra historia. Estamos refundando el país y estoes muy apasionante.
De aquí a diez o quince años, es posible que hayamos dado un salto cualitativo
que nos permita estar entre los países desarrollados y así poder resolver los
problemas mayores de justicia, trabajo, salud y una educación de calidad para
todos. La buena educación no consistirá sólo en acumular saberes sino también
en tener una moral sólida que haga posible la participación y la convivencia
ciudadana. Tenemos que humanizar ese desarrollo y compartirlo entre todos.
Como lo hizo Zaqueo, acojamos a Jesús en nuestra “casa”, para estar con
Él. Acojamos al Señor en nuestra patria para que se siente a la mesa con nosotros
como lo hicieron los discípulos que, desalentados, iban camino de Emaús.
A Cristo tenemos que escucharlo, amarlo y seguirlo como verdaderos
discípulos. Por Él debe recomenzar nuestro camino (33). En Él debemos
reencontrar nuestra credibilidad más que en nosotros. Nuestro testimonio debe
ser transparente para encarnar su Evangelio en el corazón mismo de la nueva
cultura.
Le pedimos a María, la madre de Jesús, la Virgen del Carmen que nuestro
pueblo ama, que nos ayude a alcanzar el progreso, a hacer los cambios sin
perder el alma, sin menoscabar nuestra identidad profunda. Ella le permitió al
Hijo de Dios hacerse hombre, lo educó humanamente, escuchó su palabra, estuvo
junto a su cruz y humildemente ayudó con su presencia y su ejemplo a la Iglesia
naciente.
Pedimos a nuestros santos Teresa de los Andes y Alberto Hurtado, y a la
bienaventurada Laura Vicuña, que intercedan por nosotros para que amemos y
sirvamos a Dios y a los hermanos como ellos lo hicieron.
Para todos y todas invocamos la sobreabundante bendición del Señor.