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MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ
8.
El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y
mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se
pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder
realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición con la
prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima mutua (cf. Rm
12,10). También en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la
vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, educar y
educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que
eliminar.
La
fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y
justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los
individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto
con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados
por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo,
entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman
su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
Un
auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que
las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se
desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan
capilarmente difundidas, como en la formación de las organizaciones criminales,
desde los grupos pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando
profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de
la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a los
hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando tienen connotaciones
religiosas.
Pienso
en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando
las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en
la contaminación, en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el
blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo
asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y
sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la
prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más
jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos,
en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía
difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente
desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la
ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una sociedad que se apoye sólo en
la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente,
los hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por
el contrario, al progreso de la vida y al propio perfeccionamiento»[17]. Sin
embargo, el hombre se puede convertir y nunca se puede excluir la posibilidad
de que cambie de vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para
todos, también para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque Dios no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23).
En
el contexto amplio del carácter social del hombre, por lo que se refiere al
delito y a la pena, también hemos de pensar en las condiciones inhumanas de
muchas cárceles, donde el recluso a menudo queda reducido a un estado
infrahumano y humillado en su dignidad humana, impedido también de cualquier
voluntad y expresión de redención. La Iglesia hace mucho en todos estos ámbitos,
la mayor parte de las veces en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más,
con la esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a cabo por muchos hombres
y mujeres audaces, sean cada vez más apoyadas leal y honestamente también por
los poderes civiles.
La
fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza
9.
La familia humana ha recibido del Creador un don en común: la naturaleza. La
visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de
las intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de
obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que está
inscrita en ella y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos,
respetando la belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su
función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra
disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla responsablemente. En
cambio, a menudo nos dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del
dominar, del tener, del manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza,
no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y
poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras.
En
particular, el sector agrícola es el sector primario de producción con la
vocación vital de cultivar y proteger los recursos naturales para alimentar a
la humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza del hambre en el mundo
me lleva a compartir con ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la
tierra? Las sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las
prioridades a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de
obligado cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que
nadie pase hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se
limitan al aumento de la producción. Es de sobra sabido que la producción
actual es suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de
hambre, y eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los
modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo
para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que
conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de
justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido,
quisiera recordar a todos el necesario destino universal de los bienes, que es
uno de los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este
principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso
a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que tiene
derecho.
Conclusión
10.
La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada,
anunciada y testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y
vivir plenamente la fraternidad.
El
necesario realismo de la política y de la economía no puede reducirse a un
tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre.
Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y
las personas quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse
en el amplio espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre
y a cada mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la
base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumento
eficaz de desarrollo humano integral y de paz.
Los
cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros los unos de los otros, que
todos nos necesitamos unos a otros, porque a cada uno de nosotros se nos ha
dado una gracia según la medida del don de Cristo, para la utilidad común (cf.
Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha venido al mundo para traernos la gracia
divina, es decir, la posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo
tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad, en el
perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la profundidad del amor de
Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel que, crucificado y resucitado, atrae a
todos a sí: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo
les he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos
que son discípulos míos será que se aman unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es
la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso adelante, un
ejercicio perenne de empatía, de escucha del sufrimiento y de la esperanza del
otro, también del más alejado de mí, poniéndonos en marcha por el camino
exigente de aquel amor que se entrega y se gasta gratuitamente por el bien de
cada hermano y hermana.
Cristo
se dirige al hombre en su integridad y no desea que nadie se pierda. «Dios no
mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por Él» (Jn 3,17). Lo hace sin forzar, sin obligar a nadie a abrirle las
puertas de su corazón y de su mente. «El primero entre ustedes pórtese como el
menor, y el que gobierna, como el que sirve» –dice Jesucristo–,«yo estoy en
medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22,26-27). Así pues, toda actividad
debe distinguirse por una actitud de servicio a las personas, especialmente a
las más lejanas y desconocidas. El servicio es el alma de esa fraternidad que
edifica la paz.
Que
María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a vivir cada día la
fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar paz a todos los
hombres en esta querida tierra nuestra.
Vaticano,
8 de diciembre de 2013.