1 DE ENERO DE 2014
Fortalecidos por el
espíritu de la Navidad de Jesús, el Dios que se encarna en nuestra historia,
continuamos asumiendo responsablemente la Vida. Asumimos el tiempo. Gracias
2013 y Bienvenido 2014. Con esperanza nos aprestamos a vivir un Momento Nuevo.
La violencia
provocada por Herodes ha cobrado a inocentes como víctimas. La persecución
produjo la huida a Egipto, el Exilio. Los herodes de hoy continúan cobrando
inocentes, produciendo exilios y diásporas. Pero el Exilio que hemos tenido que
vivirlo es más profundo porque tanto ha significado salir pero también hemos
tenido que vivir exiliados en nuestra propia tierra. Pero como “no hay mal que
dure 100 años, ni cuerpo que lo resista”, Herodes ya murió, entonces los
exiliados y exiliadas pueden volver a la “Tierra sin males”. Con esperanza nos
aprestamos a vivir un Momento Nuevo, donde el imperativo es la Paz, la
violencia quedó atrás. Que mejor que empezar el Año Nuevo con el Mensaje del
Papa Francisco con motivo de la XLVII Jornada Mundial de la Paz, donde nos
presenta, como es su estilo, que ¡la fraternidad es el fundamento y camino para
Paz”. Presentamos a continuación.
MENSAJE DEL SANTO
PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
LA FRATERNIDAD,
FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ
1. En este mi primer Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una
vida llena de alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer
alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un
anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en
los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger
y querer.
De hecho, la
fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La
viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada
persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es
imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera.
Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en
el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades
complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la
madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el
fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería
contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez
mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro
planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra
forman una unidad y comparten un destino común. En los dinamismos de la
historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos
sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se
acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin embargo, a
menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización de la
indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al sufrimiento del otro,
cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten esa vocación.
En muchas partes del
mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales,
sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno
de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas
sin escrúpulos, representa un ejemplo inquietante. A las guerras hechas de
enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos
crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios
igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas.
La globalización,
como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos[1].
Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia
revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de
una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un
difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los
lazos sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al
desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados
“inútiles”. Así la convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut
des pragmático y egoísta.
Al mismo tiempo, es
claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos
auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a un
Padre común, como fundamento último, no logra subsistir[2]. Una verdadera
fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A
partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre
los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa por el otro.
«¿Dónde está tu
hermano?» (Gn4,9)
2. Para comprender
mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente
los obstáculos que se interponen en su realización y descubrir los caminos para
superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de
Dios, que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
Según el relato de
los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva,
pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales
nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la génesis de la
sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel es pastor, Caín
es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos,
en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse con Dios
y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia
trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia
(cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están
llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros.
Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de
su rebaño –«el Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín
ni en su ofrenda» (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se
niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir
ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A la
pregunta «¿Dónde está tu hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole
cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián
de mi hermano?» (Gn 4,9). Después –nos dice el Génesis–«Caín salió de la
presencia del Señor» (4,16).
Hemos de preguntarnos
por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de
fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo
unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia
con el mal: «El pecado acecha a la puerta» (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha
contra el mal y decide igualmente alzar la mano «contra su hermano Abel» (Gn
4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser
hijo de Dios y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y
Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la
fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Da
testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras
e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas
que no saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la
reciprocidad, para la comunión y para el don.
«Y todos ustedes son
hermanos» (Mt 23,8)
3. Surge espontánea
la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo podrán corresponder
alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió en
ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y
el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a los hermanos y
hermanas?
Parafraseando sus
palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya
que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,8-9).
La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una
paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor
personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano
(cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente
fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el
agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con
los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la
fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y
resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad,
que los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha
asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y
una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en
humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto,
que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
Jesús asume desde el
principio el proyecto de Dios, concediéndole el primado sobre todas las cosas.
Pero Cristo, con su abandono a la muerte por amor al Padre, se convierte en
principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos
hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar
personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí.
En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre
pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de
esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como
leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los
hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando
el muro de separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo
un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida
de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y se entrega totalmente a Él,
amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de
todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a
todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como
hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un
enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y
todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas
descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por
Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y
resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos
indiferentes ante la suerte de los hermanos.
La fraternidad,
fundamento y camino para la paz
4. Teniendo en cuenta
todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para
la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda
en este sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum
progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la
primera, encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo
nombre de la paz[3]. En la segunda, que la paz es opus solidaritatis[4].
Pablo VI afirma que
no sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe reinar un
espíritu de fraternidad. Y explica: «En esta comprensión y amistad mutuas, en
esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una para edificar el porvenir común
de la humanidad»[5]. Este deber concierne en primer lugar a los más
favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y
sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de solidaridad,
que exige que las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el
deber de justicia social, que requiere el cumplimiento en términos más
correctos de las relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos
débiles; el deber de caridad universal, que implica la promoción de un mundo
más humano para todos, en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin que el
progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros[6].
Asimismo, si se
considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar que la
fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es un
bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla
realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más
humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de todos, una
«determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común»[7]. Lo cual
implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia» o por la «sed de poder». Es
necesario estar dispuestos a «‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y
a ‘servirlo’en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […] El ‘otro’
–persona, pueblo o nación– no [puede ser considerado] como un instrumento
cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia
física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’ nuestro, una
‘ayuda’»[8].
La solidaridad
cristiana entraña que el prójimo sea amado no sólo como «un ser humano con sus
derechos y su igualdad fundamental con todos», sino como «la imagen viva de
Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción
permanente del Espíritu Santo»[9], como un hermano.«Entonces la conciencia de
la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo,
‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo,
conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo
criterio para interpretarlo»[10], para transformarlo.
La fraternidad,
premisa para vencer la pobreza
.....