
En otros contextos, el Domingo de Ramos empieza cuando en la puerta de la iglesia, se toma un ramito de olivo de los que están apilados en el suelo y se entra al templo con gente desconocida con la cual no se comparte mucho más que los buenos días. La distancia entre las dos situaciones es tremenda. Y hasta aquí, nadie ha dicho nada de Dios. Pero desde luego, es claro que el Dios de unos y de otros debe ser muy distinto aunque se celebre la misma fiesta.
La clave estará en hacer que las distancias se reduzcan o simplemente en agradecer que Dios sea así con los pobres, a quienes les da sabiduría, gozo e inteligencia suficientes como para resistir las condiciones de vida que otros quizás tengan más o menos seguras. Pero para todos y todas llega un momento en que por la misericordia de Dios, tenemos que enfrentarnos a la desnudez de la vida. Y ahí es precisamente donde nos encontramos.
En nuestras comunidades la fragilidad es tan manifiesta, que otro milagro consiste en compartir y vibrar por la Palabra y seguir creyendo hondamente en Dios que anima en medio de tantas situaciones de muerte: violencias intrafamiliares, pobrezas, enfermedades, situaciones precarias, debilidades… Y con la total sencillez campesina de quienes no saben muy bien leer, pero saben muy bien padecer al estilo del evangelio.
Quizás Jesús cuando entró en Jerusalén a lomos de un burro, lo hizo teniendo en el corazón y en la mente a la gente del pueblo de Sucumbíos, que sufre y vive situaciones de angustia cotidiana. Dicen que subiéndose a un burro quiso también enfrentar a los poderosos y que ese pequeño gesto profético le trajo consecuencias terribles. Quienes se creen importantes van a lomos de caballos, y ahora de buenos carros. Presentarse así es desafiante.
