Mc 16,1-11: Ella fue a anunciárselo a los que habían sido compañeros de Jesús y que estaban tristes y lo lloraban. Pero al oírle decir que vivía y que lo había visto, no la creyeron.
Unas cuantas mujeres compran aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús. Llevan la pena con ellas y ese sufrimiento último tan grotesco por el asesinato de su amigo. Su testimonio no cuenta, lo que ellas digan o dejen de decir no tendrá eco. Resulta entonces lógico que la experiencia del Resucitado despierte ese miedo: ¿nosotras? y en principio opten por callarse.
María Magdalena vence el miedo. ¿Cómo no? Ha sido rescatada de un abismo por Jesús y se ha convertido en seguidora. Aunque está convencida de lo que ha visto y oído, tiene que soportar de nuevo esa visión masculina que no sólo se resiste a creer por sí, sino que intenta trastocar o dulcificar la experiencia femenina con el descrédito. Menos mal que las palabras del Resucitado no dan lugar a engaño: “… y los reprendió por su falta de fe y por su dureza para creer a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16,14). En el marco de una comida, Jesús Resucitado confirma la experiencia de estas mujeres reprendiendo a los discípulos.
Tras la reprensión, se produce un silencio en el evangelio. Búscalo, está entre el espacio que deja el v.14 y el v.15. ¿Lo percibes? Si es así, estás entendiendo la Buena Noticia. Después del silencio, el envío y la misión de todos y todas, envío y misión que sólo son verdad después de este silencio.
Porque Marcos en realidad, terminó su evangelio un poco más arriba, en el versículo 8: “estaban asustadas y asombradas, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían”. ¿Podía ser ésta una conclusión aceptable para un evangelio?
Hay muchos varones ministros de la Palabra que vitalmente están más cerca de aquellos discípulos a los que Jesús reprende que de las mujeres que le ven resucitado. Por su posición y pretensiones, estos varones son los reproductores del miedo que impide descubrir a Jesús vivo. Hay muchas mujeres atrapadas en una experiencia espiritual propia de varones, pero no de ellas. La revolución eclesial empezará cuando todas estas mujeres empiecen a creer en serio en lo que ven y oyen. Revolución que será imparable cuando los mismos varones reconozcan su dureza de corazón y falta de fe.