¿Es
la resurrección de Jesús un hecho histórico comprobado? ¿Fue un hecho real? Es
una pregunta que sin duda nos hemos hecho muchas veces. Y no es una pregunta
cualquiera, ya que, como dice san Pablo, “Si
Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también nuestra fe.
Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos
los más desgraciados de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre
los muertos” (1 Corintios15, 14-20).
No
hay duda que es un acontecimiento de fe, pero siempre vale que pensemos qué
podemos afirmar con certeza a la luz de la ciencia histórica como hechos comprobados.
Para
algunos teólogos la resurrección de Jesús fue un hecho “simbólico” y afirman
que fueron los discípulos los que, después de la crucifixión, comenzaron a
reunirse y, recreando y recordando la vida y el mensaje del Señor, lo sintieron
vivo y presente en sus vidas. Es una concepción que puede resultar atractiva
para ciertas personas racionalistas, que no gustan mucho de lo milagroso. Sin
embargo, leyendo atentamente los textos del Nuevo Testamento, no parece que
ésta sea una interpretación correcta. Ciertamente, las mujeres y los discípulos lo vivieron como
un hecho real, como un acontecimiento único: Dios Padre resucitó a Jesús.
Lo
señala Pedro en el primer discurso después de Pentecostés: “A ese hombre que había sido entregado conforme al plan
y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz. Pero Dios lo resucitó, librándolo de
las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio
sobre él” (Hechos 2,23-24).
Por tanto no es que Cristo resucitara por su propio poder, sino que es el Padre
quien le devuelve a la vida. En este sentido más que hablar de resurrección
debiéramos hablar de “resucitación”.
Algo que
debe quedar claro es que ninguno de los evangelistas narra la resurrección en
sí misma. La explicación es sencilla: nadie estaba allí, nadie es testigo del
hecho y de cómo ocurrió. Esto es algo importante, porque esto nos da la certeza
de que no estamos ante un relato mítico. El que más se acerca es Mateo 28, 2,
pero tampoco refiere el acontecimiento.
Pasamos
ahora a analizar lo que la teología tradicional ha considerado como pruebas de
la resurrección de Jesús:
La tumba vacía.
Todos hemos
escuchado y/o leído los textos de las Tres Marías que se acercan el primer día
de la semana al sepulcro de Jesús para amortajar adecuadamente el cadáver, cosa
que no habían podido hacer por las urgencias de los acontecimientos del día
viernes y que, al llegar, encuentran la piedra que cubría la tumba corrida y
vacía. El texto con algunas variantes se encuentra en Marcos 16, 1-8; Mateo 28,1-10; Lucas 24,
1-7 y Juan, 20.1-18.
Este es un
hecho histórico que se puede sostener con certeza: fueron las mujeres y
especialmente María Magdalena las que hallaron la tumba vacía y las primeras
que recibieron el mensaje y comprendieron
el hecho de la resurrección. También
parece claro que al inicio los discípulos no les creyeron.
Sin embargo,
encontrar la tumba vacía ¿es una prueba de que la resurrección fue real?
Ciertamente, no. Hubiera podido ocurrir que el cadáver fuera robado, como
todavía sostienen los judíos. El mismo evangelio de Juan nos dice que fue lo
primero que pensó María Magdalena y dice a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han
puesto” (Juan, 20,2). El mismo Mateo se adelanta a esta acusación, cuando
indica que los judíos pidieron a Pilatos que pusiera guardias en el sepulcro
para evitar que los discípulos robaran el cuerpo y dijeran que había resucitado
(Mateo, 27,62-65 y 28, 11-15).
¿Tiene valor
el argumento de la tumba vacía? Desde la fe nos está indicando que la muerte no
tuvo poder sobre Jesús, que su Vida venció al poder de la muerte, que no hay
que buscar en las sombras a quien vive por y para Dios.
Las Apariciones
Las
narraciones de las apariciones de Jesús son numerosas en los diversos relatos
de los evangelios, algunas coinciden entre sí, pero también hay grandes
diferencias. Hay relatos preciosos como el de las dudas e incredulidad de Sto.
Tomás (Juan, 19-31), el de los discípulos de Emaús (Lucas 24,13-33), la pesca
milagrosa en Galilea (Juan, 21, 1-14), pero los demás son bastante escuetos.
En los
relatos de las apariciones quedan algunos puntos claros: no se trata de un
fantasma, los evangelios ponen mucho interés en destacar esto, le tocan, come
con ellos y tiene una presencia real. Por otra parte, Jesús es él mismo, pero
no es igual, algo ha cambiado y no le reconocen fácilmente. No tenemos nada que
nos permita afirmar cuáles son las diferencias.
¿Son, en
consecuencia, las apariciones una prueba de la resurrección? Desde el punto de
vista de la fe por supuesto que sí. ¿Y desde la ciencia histórica? Ahí la cosa
se pone más dura y los historiadores pueden con todo derecho negar o cuestionar
el hecho con incredulidad.
¿Qué nos queda entonces?
Nos queda
algo muy importante: el testimonio de los discípulos, de las mujeres, de
aquellas personas que tuvieron la experiencia de Cristo resucitado. Y este es
un hecho histórico comprobado: los apóstoles, las santas mujeres y otros
discípulos vivieron la experiencia de la resurrección, creyeron en ella y se
convirtieron en testigos de Cristo resucitado.
Unas
personas poco antes apocadas, temerosas, cobardes y pusilánimes vencen sus miedos, se vuelven audaces, no
temen enfrentarse a las autoridades y a la muerte y extienden el mensaje de
Jesús por todo el mundo.
En diversos
textos bíblicos se pone de relieve la fuerza del testimonio: “A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos
nosotros somos testigos”. (Hechos 2,32), “Este es
el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros
sabemos que su testimonio es verdadero” (Juan 21, 24) o “El que lo vio da testimonio y su testimonio
es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.”
(Juan, 19, 35).
En
resumen nuestra fe no se basa sólo en una creencia, tiene como cimiento histórico
sólido el testimonio de las personas que vivieron la experiencia de Cristo
resucitado.