Todo en la vida se reduce a saber escuchar. Escuchamos cotidianamente muchas cosas, nos vienen ruidos y voces, reclamos sociales, escuchamos la radio, la televisión, los medios, escuchamos la naturaleza y escuchamos el lamento de nuestro hijo en la noche.
El pecado fariseo parece que consistía en no querer o en no poder escuchar. La escucha, al igual que la mirada, es selectiva. Escuchaban una cosa, no escuchaban otra.
Parece que en el evangelio está claro qué escuchan los fariseos: el ruido de sus propias filacterias, las listas de puros e impuros… y esa preocupación les incapacita para preocuparse por lo que realmente está poniendo en juego la vida entera.
Jesús se decide a contarles otra parábola para evidenciar lo que esconde su comportamiento aparentemente equilibrado. Esta parábola tiene también que ver con el sueño de Dios sobre la humanidad. Es el sueño de quien percibe con total lucidez y hondura la injusticia de la vida y no se conforma con que todo siga igual.
La vida es tenaz. Mientras unos banquetean, otros pasan hambre. La indiferencia de los satisfechos agranda la brecha con los hambrientos. Pero al final, todos acaban muriendo. Lo que viene a decir la parábola es que aunque todos mueran, las cosas no se quedarán así… y esto por supuesto, es una esperanza liberadora para los pobres.
La muerte es una puerta que hay que atravesar. Lo paradójico de la vida es que quienes tienen más medios para darse cuenta de lo que Dios quiere, quienes están en contacto permanente con la Palabra, esos hijos de la promesa, los hijos de Abraham, son precisamente quienes por su obstinación y ceguera, han dejado al pobre fuera del disfrute y la fiesta.
Dios no ha estado mudo ante el sufrimiento de los pequeños. Pero la historia parece revelar lo contrario: que los pobres y los ricos deben estar separados por un abismo imposible de cruzar. Que a los pobres les toca sufrir y a los ricos banquetear. Ese régimen rígido tiende a hacerse permanente en tiempos de Jesús y en nuestros tiempos con mucha mayor crudeza. La Palabra, vida, gestos de Jesús no se conforma con esa situación. Que logre su propósito dependerá de la capacidad de escucha de su mensaje.
Hemos escuchado esta Palabra en el contexto de la Asamblea Extraordinaria y de la Asamblea de los Equipos de Vida. Y ha tenido una resonancia especial. Ha infundido esperanza y consuelo a quienes por tantas razones experimentamos el abismo abierto entre ricos y pobres en la vida diaria y anhelamos otro estado de cosas en el mundo. Por eso nos hemos afianzado a la luz de la Palabra y de esta experiencia de diálogo y discernimiento conjunto que es la Asamblea, en el compromiso de fortalecer y mantener el espíritu y la práctica del Compartir en nuestra Iglesia.
La Pastoral del Compartir tiene historia en la Iglesia de Sucumbíos. Promueve unas relaciones basadas en la participación, equidad y justicia. El Tripartito es una de sus expresiones. En cada celebración comunitaria, en el momento del compartir la ofrenda, cada persona camina hacia el altar, se ofrece a sí misma junto con lo que comparte. De esta ofrenda, dos partes están destinadas a la comunidad que debe buscar la manera de atender sus necesidades y salir al encuentro de quienes están sufriendo. La otra parte se destina al mantenimiento de los misioneros-as y de la Iglesia.
Hemos experimentado esta práctica como profética en la medida que vemos cómo promueve la participación y la implicación de toda la comunidad. No se trata de que el sacerdote se lleve la ofrenda y luego reparta en función de las necesidades que considere oportunas. Es la comunidad toda con sus animadores y ministerios y misioneros-as – incluido el sacerdote - quien desde el diálogo y el análisis de las realidades, desde una cercanía directa con las problemáticas, va tomando decisiones buscando el bien del conjunto. Este “modo” es parte de la identidad de esta Iglesia local y en este momento, junto con otras muchas cosas fundamentales, está cuestionado y combatido. En este modo de ser, el sacerdote tiene una clara conciencia de que es discípulo y misionero, que no es el administrador de una parroquia, sino el acompañante de una comunidad, que no es el distribuidor de sacramentos, sino un caminante que reparte perdón, misericordia y compasión. Las personas de la comunidad igualmente ven y escuchan, participan y opinan y todos y todas van construyendo relaciones distintas y universales desde esa pobreza compartida que es la alegría de Dios.
Jesús de Nazaret nos anima. Él ha ido delante. Sentimos alegría porque su manera de entender la historia y de entender a Dios le llevó a pretender un mundo donde no existieran abismos entre ricos y pobres sino una gran fiesta donde todos y todas sin distinción pueden acceder a un disfrute pleno y universal. Ojalá esta pequeña participación en su Vida nos vaya haciendo encarnar como comunidad eclesial su Misterio Pascual y ojalá podamos poner todas nuestras energías y fuerzas en colaborar como siervos y siervas en salir a los caminos y hacer que todos los excluidos disfruten de la fiesta de la vida.