domingo, 4 de noviembre de 2012

EL PECADO DE LOS QUE CUMPLEN (Mc 12, 28-40)

Forma parte de la realidad: Jesús es cuestionado.  Toda su vida ha estado marcada por la persecución. Ha sido gradual. Al principio, el cuestionamiento de origen: ¿cómo el hijo de José?, después el ideológico y  el intento de ridiculizar y poner a prueba su autoridad y sabiduría con el fin de dañar su espíritu. Al final, la eliminación física.

A través de la Palabra manifiesta a Dios. Pero Dios no es aceptado ni entendido, ni querido por quienes en su nombre, justifican las injusticias o quieren salvar su propio estatus religioso o político. El fondo de la controversia está ahí, a pesar de que se intenta desviarla hacia cuestiones “teológicas” sobre si resucitan o no resucitan los muertos, si hay que purificarse o no y lavarse las manos antes de comer  o cuál es el mandamiento más importante.

Jesús lo sabe. Puede caer en la trampa y utilizar el mismo lenguaje. Pero no, toma una decisión irrevocable. Será libre, será veraz y no se dejará manipular a pesar de lo que ello suponga para el futuro,  que se precipita como una condena sobre él.

Esa libertad incluye tener una gran capacidad de diálogo con quienes le persiguen. Ese equilibrio difícil puede desgastar sus mejores energías. Pero está fortalecido por las horas de silencio en medio de la noche, por su acción en favor de los oprimidos y por la convicción de la presencia de Dios en su pueblo. Esta forma de vida, le ha llevado a entender como nadie que el amor de Dios y el amor al prójimo están unidos. Que no se ama a Dios si no hay acciones concretas y eficaces por los pequeños.  Por eso puede responder: El primer mandamiento es éste: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es un único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. Y después viene este otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos”. (Mc 12, 29-30).

Les recuerda algo que está presente en sus oraciones, en sus plegarias, en lo profundo de su experiencia religiosa. Quiere encontrar un camino de convergencia que le una con ellos, sus perseguidores,  y se produzca la transformación necesaria, es decir, que dejen la cerrazón que esconde crímenes y delitos  y su abuso de autoridad y comprendan al Dios que Él les está brindando. Está convencido de que el camino de la libertad para el pueblo de Israel pasa por volver a las fuentes de su historia de salvación, es decir, volver a la experiencia única de la liberación de Egipto.
 Hasta aquí el Maestro de la Ley está de acuerdo y asiente. Jesús reconoce que en la sensatez de sus palabras hay una semilla del Reino de Dios que no deberá descuidar. Este encuentro ha limado la controversia y ha destensado. Nadie se atreve a hacerle más preguntas por el momento. Se ha neutralizado la carga de amenaza y negatividad que pululaba en el ambiente gracias a la serenidad y firmeza de Jesús.

Pero Jesús es consciente y ha descubierto que además es necesario releer esa misma tradición a la luz de un Dios que es compasión y misericordia que está precisamente por encima de la Ley. Por eso se atreve a decir también: “Cuídense de esos maestros de la Ley a quienes les gusta pasear con sus amplias vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los asientos reservados en las sinagogas y en los banquetes; incluso devoran los bienes de las viudas, mientras se amparan detrás de largas oraciones, ¡con qué severidad serán juzgados!” (Mc 12,38-40)

El pecado que denuncia Jesús  no es realizar determinadas ceremonias y oraciones, sino ampararse detrás de éstas y de lo religioso para esconder su necesidad de reconocimiento, prestigio o poder  e incluso aprovecharse de quienes,  como las viudas,  están en situación de debilidad e invisibilidad económica y social.  Y augura que estas actitudes no escaparán de un juicio severo.

No puede haber mayor claridad en el evangelio y no puede habar mayor fortaleza y esperanza para quienes padecen persecución y amenaza en la actualidad por evidenciar lo que Jesús evidenció.