A lo largo de este tiempo hemos podido
asistir a una larga serie de celebraciones de los 50 años del Concilio Vaticano
II. Hemos tenido celebraciones para todos los gustos y mentalidades. Cada una
de ellas recogiendo y recordando aquellos temas y aspectos que más les llama la
atención. Pero tenemos que constatar que estamos muy lejos de haber conseguido
plasmar ese modelo de Iglesia que soñaba Juan XXIII: “una iglesia de los
pobres”, una iglesia “que
reserve a los pobres el primer puesto” (Card. Lercaro).
Hoy queremos traer a la
memoria un acontecimiento muy importante que permitió que la Iglesia
Latinoamericana viviera momentos llenos de gracias y de presencia del Espíritu;
primero en la Conferencia de Medellín (1968), donde los Obispos asumieron las
propuestas del Concilio y las encarnaron en la cultura y en la realidad del
pueblo latinoamericano. Serían unos años en que la Iglesia volvió a las fuentes
de la verdadera Tradición, la de Jesús y las Primeras Comunidades Cristianas. Fue
una época de grandes y numerosos Pastores, a lo largo y ancho de todo el Continente; surgieron innumerables Comunidades
Eclesiales de Base y de Ministerios que como la levadura de la Parábola,
penetraron hasta los últimos rincones, llevando las semillas del Reino. Una
época llena de vida y confirmada por la sangre de innumerables mártires en todo
el Continente.
Lamentablemente se
desató una gran lucha. El dragón no
podía permitir que ese pequeño niño naciera y le declaró la guerra. El dragón
se alió con otras fuerzas dentro y desde entonces “el
dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra al resto de sus
hijos”. (Ver Apocalipsis 12,1-7). La
persecución a las Comunidades, el desconocimiento de los Ministerios; el cambio
de los Pastores, por otros más ‘fieles’ a los que detentan el poder... son las
señales de esta guerra que estamos viviendo. “Pero, alégrense, cielos y los que habitan en ellos. Pero ¡ay de la
tierra y del mar!, porque el Diablo ha bajado donde ustedes y grande es su
furor, al saber que le queda poco tiempo”. (Ap. 12,12).
Ese gran acontecimiento a que aludimos, es
el PACTO DE LAS CATACUMBAS, del
cual recordamos en estos días los
47 años. El 16 de noviembre de 1965, pocos días antes de la clausura del
Concilio, cerca de 40 padres conciliares celebraron una eucaristía en las
catacumbas de santa Domitila. Pidieron “ser fieles al espíritu de Jesús”, y al
terminar la celebración firmaron lo que llamaron “el pacto de las catacumbas”.
El “pacto” es un desafío a los “hermanos en
el episcopado” a llevar una “vida de pobreza” y a ser una Iglesia “servidora y
pobre” como lo quería Juan XXIII. Los signatarios -entre ellos muchos
latinoamericanos y brasileños, a los que después se unieron otros- se comprometían
a vivir en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a
colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral. El texto tendría
un fuerte influjo en la teología de la liberación que despuntaría pocos años
después.
“El pacto de las
catacumbas: una Iglesia servidora y pobre”
“Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio
Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según
el evangelio; motivados los unos por los otros en una iniciativa en la que cada
uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la presunción; unidos a todos
nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre todo, con la gracia y la
fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los
sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y
con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los
sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de
nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que
Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue:
1.
Procuraremos vivir según
el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de
locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Cfr. Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20.
2.
Renunciamos para siempre
a la apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (ricas
vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos (esos
signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Cfr. Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3,
6. Ni oro ni plata.
3.
No poseeremos bienes
muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc, a nombre propio;
y, si es necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de
las obras sociales o caritativas. Cfr. Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.
4.
En cuanto sea posible
confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión
de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos
administradores y más pastores y apóstoles. Cfr. Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.
5.
Rechazamos que
verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen
grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen
con el nombre evangélico de Padre. Cfr. Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.
6.
En nuestro
comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer
concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los
poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios
religiosos). Cfr. Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19.
7.
Igualmente evitaremos
propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o
solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a
que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el
apostolado y en la acción social. Cfr. Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.
8.
Daremos todo lo que sea
necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio
apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y
económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras
personas y grupos de la diócesis.
Apoyaremos a los laicos,
religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres
y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. Cfr. Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt
11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.
9.
Conscientes de las
exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones, procuraremos
transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y
en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde
servicio a los organismos públicos competentes. Cfr. Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14
y 33s.
10. Haremos todo lo posible para que los responsables
de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en
práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias
para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el
hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden social,
nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. Cfr. Hech 2, 44s; 4,
32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16.
11.
Porque la colegialidad
de los obispos encuentra su más plena realización evangélica en el servicio en
común a las mayorías en miseria física cultural y moral -dos tercios de la
humanidad- nos comprometemos:
Y a compartir, según nuestras posibilidades, en los
proyectos urgentes de los episcopados de las naciones pobres;
Y a pedir juntos, al nivel de organismos
internacionales, dando siempre testimonio del evangelio, como lo hizo el papa
Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de estructuras económicas y
culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino
que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria.
12. Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en
caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y
laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio. Así,
Y nos esforzaremos para “revisar nuestra vida” con
ellos;
Y buscaremos colaboradores para poder ser más
animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;
Y procuraremos hacernos lo más humanamente posible
presentes, ser acogedores;
Y nos mostraremos abiertos a todos, sea cual fuere su
religión. Cfr. Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10.
13. Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a
conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden
con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.
Que Dios nos ayude a ser fieles”.
Y que Dios nos conceda nuevamente Pastores
como ellos.