La Iglesia es de Cristo Rey, es de
los pobres
Eugenio Pizarro, 25
de noviembre de 2012
El Evangelio trae una escena
paradójica. Se enfrenta el poder terrenal, con uno, que dice: "Soy Rey", siendo un condenado a muerte, sólo, débil, pobre,
despojado de todo poder, que ha pasado una noche terrible de torturas; coronado
de espinas, sangrante y atado de manos, Ese Rey, es Jesús, un profeta que ha
desafiado los dogmas del poder terrenal representado por Pilato. Aquí, en esta
escena se enfrenta el opresor con el oprimido.
La paradoja está en que Pilato no tenía autoridad ni poder propios: "Tu no tendrías ningún poder sobre mí, si no lo hubieras recibido
de lo Alto" (Juan 19, 11). Y el que propiamente era rey y autoridad era
Jesús: "Tú lo has dicho: yo soy Rey".
¿Dónde descansa la autoridad de Jesús y
la precariedad de la autoridad del gobernador Pilato?
En el testimonio de la Verdad. Pilato no decía la verdad, no caminaba en la verdad, ni estaba al servicio de la verdad. Y Jesús es la Verdad.
En su vida, Jesús ha enseñado y
realizado la verdad: "Para esto nací, para ser testigo de la verdad".
Por eso su autoridad perdura más allá de su muerte. Sus discípulos se multiplicarán incesantemente. Y cuando nadie recuerde a Pilato... ni cuando nadie recuerde a ningún presidente... cuando la autoridad temporal, muchas veces imperialista, se haya acabado o desplomado, el 'reinado y la autoridad de Cristo', basados en la verdad, continuará subsistiendo: "Todo hombre que está de parte de la verdad, escucha mi voz"... y 'perdura más allá de su muerte'.
Cristo es una autoridad no a la manera
de este mundo, porque sus súbditos no son tales, sino socios,
discípulos, hermanos, que libremente escucharon su voz y lo siguen en la causa
de la Verdad y del Evangelio del Reino. Jesús es autoridad sin gobernar, exige
sin dominar ni oprimir; propaga su verdad sin conquistar ni imponer. Su reinado
no crea instituciones de poder terrenal, sino que crea fraternidad.
¡Cuán importante sería crear, en esta tierra, instituciones de fraternidad, de diálogo, de comunión y participación!
Sería bueno que se acabara la práctica del dicho:
"El que tiene el capital o el que firma el cheque es el que manda, el
jefe, y los demás son los sometidos y súbditos".
Según el espíritu de Jesús, propiciamos instituciones fraternas en que el
capital no es más importante que la persona humana ni el trabajo, cocreador con Dios. Propiciamos instituciones de
hermanos, iguales en dignidad, aunque distintos, para complementarse. Y esto lo
propiciamos en distintos niveles de la vida humana; propiciamos empresas de
propiedad comunitaria y fraterna, que vivan una cogestión, según el pensamiento
social de la Iglesia, emanado del Evangelio del amor fraterno, y teniendo presente
que Dios creó todo para todos.
Queremos una sociedad de hermanos, más
que de jefes y súbditos sometidos; más que de empresarios y obreros; una
sociedad sin opresores y oprimidos, sin dominadores y dominados.
¿Y la Iglesia qué?
Lo dicho, lo deseamos y lo pedimos a
Dios, para la Iglesia terrena. Que ella sea signo y sacramento de la
autoridad y del Reinado de Cristo. Una Iglesia habitada
por la verdad, y por la que Jesús dio la vida al enfrentarse a Pilato y a toda
autoridad terrena que no es de la verdad. Queremos una Iglesia, sin otra ambición
que anunciar el Evangelio de la fraternidad. Una Iglesia despojada de todo
poder terreno. Una Iglesia Pueblo de Dios y no una Iglesia coludida o junto al
poder terreno de turno o a un partido político determinado como antaño.
El proyecto de Cristo: su Reino y su
Reinado, no es agotado ni superado por ningún proyecto político histórico y
terreno. Acordémonos: "La Iglesia no es de Pablo ni de Apolo ni de
Kefas"... La Iglesia es de Cristo Rey. Una Iglesia muy
de los pobres como nos dijo Juan XXIII al inaugurar el Vaticano II.
Una Iglesia pobre, pero rica en poder profético de verdad; que tiene autoridad
de anunciar el amor, la fraternidad, la verdad, la justicia, la libertad, la
paz, la vida, la gracia y santidad (Prefacio de hoy); que tenga una autoridad y
actitud siempre abierta al diálogo, sin muros y con mucho horizonte; que sea
servidora de 'todo el hombre y de todos los hombres'. Y esto que se dé en su
interior y hacia afuera.
Digamos: 'Señor, hágase todo según tu Palabra'. Amén.