lunes, 26 de noviembre de 2012

"¡Soy Rey!" … siendo un condenado a muerte



La Iglesia es de Cristo Rey, es de los pobres
Eugenio Pizarro, 25 de noviembre de 2012

El Evangelio trae una escena paradójica. Se enfrenta el poder terrenal, con uno, que dice: "Soy Rey",  siendo un condenado a muerte, sólo, débil, pobre, despojado de todo poder, que ha pasado una noche terrible de torturas; coronado de espinas, sangrante y atado de manos, Ese Rey, es Jesús, un profeta que ha desafiado los dogmas del poder terrenal representado por Pilato. Aquí, en esta escena se enfrenta el opresor con el oprimido.

La paradoja está en que Pilato no tenía autoridad ni poder propios: "Tu no tendrías ningún poder sobre mí, si no lo hubieras recibido de lo Alto" (Juan 19, 11). Y el que propiamente era rey y autoridad era Jesús: "Tú lo has dicho: yo soy Rey".

¿Dónde descansa la autoridad de Jesús y la precariedad de la autoridad del gobernador Pilato?

En el testimonio de la Verdad. Pilato no decía la verdad, no caminaba en la verdad, ni estaba al servicio de la verdad. Y Jesús es la Verdad.

En su vida, Jesús ha enseñado y realizado la verdad: "Para esto nací, para ser testigo de la verdad".

Por eso
 su autoridad perdura más allá de su muerte. Sus discípulos se multiplicarán incesantemente. Y cuando nadie recuerde a Pilato... ni cuando nadie recuerde a ningún presidente... cuando la autoridad temporal, muchas veces imperialista, se haya acabado o desplomado, el 'reinado y la autoridad de Cristo', basados en la verdad, continuará subsistiendo: "Todo hombre que está de parte de la verdad, escucha mi voz"... y 'perdura más allá de su muerte'.

Cristo es una autoridad no a la manera de este mundo, porque sus súbditos no son tales, sino socios, discípulos, hermanos, que libremente escucharon su voz y lo siguen en la causa de la Verdad y del Evangelio del Reino. Jesús es autoridad sin gobernar, exige sin dominar ni oprimir; propaga su verdad sin conquistar ni imponer. Su reinado no crea instituciones de poder terrenal, sino que crea fraternidad.

¡Cuán importante sería crear, en esta tierra, instituciones de fraternidad, de diálogo, de comunión y participación!
Sería bueno que se acabara la práctica del dicho: "El que tiene el capital o el que firma el cheque es el que manda, el jefe, y los demás son los sometidos y súbditos".

Según el espíritu de Jesús, propiciamos instituciones fraternas en que el capital no es más importante que la persona humana ni el trabajo, cocreador con Dios. Propiciamos instituciones de hermanos, iguales en dignidad, aunque distintos, para complementarse. Y esto lo propiciamos en distintos niveles de la vida humana; propiciamos empresas de propiedad comunitaria y fraterna, que vivan una cogestión, según el pensamiento social de la Iglesia, emanado del Evangelio del amor fraterno, y teniendo presente que Dios creó todo para todos.
Queremos una sociedad de hermanos, más que de jefes y súbditos sometidos; más que de empresarios y obreros; una sociedad sin opresores y oprimidos, sin dominadores y dominados.

¿Y la Iglesia qué?

Lo dicho, lo deseamos y lo pedimos a Dios, para la Iglesia terrena. Que ella sea signo y sacramento de la autoridad y del Reinado de Cristo. Una Iglesia habitada por la verdad, y por la que Jesús dio la vida al enfrentarse a Pilato y a toda autoridad terrena que no es de la verdad. Queremos una Iglesia, sin otra ambición que anunciar el Evangelio de la fraternidad. Una Iglesia despojada de todo poder terreno. Una Iglesia Pueblo de Dios y no una Iglesia coludida o junto al poder terreno de turno o a un partido político determinado como antaño.
El proyecto de Cristo: su Reino y su Reinado, no es agotado ni superado por ningún proyecto político histórico y terreno. Acordémonos: "La Iglesia no es de Pablo ni de Apolo ni de Kefas"... La Iglesia es de Cristo Rey. Una Iglesia muy de los pobres como nos dijo Juan XXIII al inaugurar el Vaticano II. Una Iglesia pobre, pero rica en poder profético de verdad; que tiene autoridad de anunciar el amor, la fraternidad, la verdad, la justicia, la libertad, la paz, la vida, la gracia y santidad (Prefacio de hoy); que tenga una autoridad y actitud siempre abierta al diálogo, sin muros y con mucho horizonte; que sea servidora de 'todo el hombre y de todos los hombres'. Y esto que se dé en su interior y hacia afuera.

Digamos: 'Señor, hágase todo según tu Palabra'. Amén.