Eclesiástico 35,
12-14. 16-18; salmo 33; 2Timoteo 4, 6-8. 16-18; Lucas 18, 9-14
Una
viuda que reclama el derecho a vivir sin miedo es una buena imagen para definir
a Dios que no es neutral frente a la injusticia. Ella nos hace tomar nuevas
fuerzas para aprender a reclamar la justicia debida a tantos abatidos,
lastimados, amedrentados por tantas injusticias. El Eclesiástico está en esta
misma conexión: el grito de los pobres atraviesa las nubes. No existe en Dios
neutralidad. Nos engañamos con nuestras pretendidas “neutralidades” que a veces
pueden ser un síntoma de cordura y sabiduría y otras veces esconder el
necesario posicionamiento frente a lo que no puede callarse.
Jesús
insiste: tengan cuidado con esa seguridad de quien se cree más allá del bien y
del mal y desprecia a los demás. Ese desprecio religioso mata lo bueno. ¿Y qué
es lo bueno? La posibilidad de vida allá donde esté. Por eso, tod@s podemos
llevar dentro un fariseo en nuestro interior. Si buscamos seguridad en nuestras
pequeñas parcelas de poder, nos vestimos de fariseo. Nuestro ser humano no se
desarrollará plenamente si persistimos en esa seguridad y despreciamos la vida
que quiere florecer más allá del cumplimiento de normas y preceptos.
Es
difícil ver esto sin poner a prueba nuestras propias actitudes y sin reconocer
la insensatez de nuestros planteamientos. No podemos entretenernos con golpes
de pecho sino trabajar cotidianamente por derrocarnos.
¿Quiénes
están en condiciones de acabar con ese fariseísmo? El contacto y la relación
permanente con el pobre que nos enseña más allá de toda conformidad con la
injusticia a colaborar para que este mundo cambie. Ahí van nuestras energías,
ahí van nuestros anhelos y deseos. Donde quiera que surjan proyectos de vida y
restauración ahí debemos estar. En Sucumbíos tenemos tantos retos y
oportunidades para posibilitar esta Buena Noticia, que sería una enorme torpeza
desgastarnos en otras batallas.
Es
hermoso comprender que el grito de los pobres atraviesa las nubes. Qué fuerza
interior recobramos cuando nos sentamos y soñamos nuevas formas de inculturar
el evangelio, qué ánimo y sentido de la vida se nos regala cuando gastamos
tiempo y energías en ver cómo profundizar el conocimiento de las realidades y
buscamos conjuntamente cómo acoger, cómo ayudar a que otros y otras recuperen
su dignidad maltrecha, cómo nos renovamos en una conversa con las personas que
más allá de su credo religioso trabajan por la paz, cómo se acrecienta nuestra
esperanza cuando nos sometemos al lento trabajo de reconstrucción del tejido
social amenazado por el individualismo que no ofrece otro modelo de desarrollo
que el de la propiedad solitaria, cómo se renuevan nuestras fuerzas cuando nos
sentimos en amistad y alianza con mujeres indígenas excluidas y abatidas por la
violencia de sus contextos.
Así,
si entramos en contacto con nuestro pequeño fariseo interior y luchamos por
acabar con él, estaremos en condiciones de disfrutar la bienaventuranza de los
sencillos. Y Dios emergerá como un compañero a nuestro lado, alentándonos y
descubriéndonos lo mejor.